martes, 17 de noviembre de 2015

CAPÍTULO XIII DE GÉNESIS...

Buenos días a todos/as.
Aquí os dejo un nuevo capítulo de mi libro.
Espero que lo disfrutéis.
Un saludo.
ECN.

CAPÍTULO XIII
«Una generación después me hallaba, otra vez en Menfis, delante de las puertas del templo.
Decidí regresar a la ciudad que, durante años, había sido mi refugio, por verla con otros ojos y vivirla de otra manera. Por recordar a mis amigos. Por recorrerla de nuevo. La verdad era que lo único que había hecho fue cambiar de población sin alejarme demasiado, ya que, al llegar a Bubastis y entrar en su casa de la vida, me ofrecieron un trabajo y me quedé, instalándome allí como escriba. Pero el estar tan cerca de Menfis me llevó a regresar cuando pasó el tiempo suficiente. Al volver, no lo hice solo, los rollos iban conmigo, en Bubastis no se llegó a conocer su existencia y esperaba que tampoco en Menfis me recordaran. Me equivoqué.
Me dirigí a la casa de la vida del templo en el que antes había vivido para recuperar mi antiguo
puesto de copista, pero, cuando fui presentado, uno de los sacerdotes de más edad, recordaba a alguien semejante a mí que trabajaba con el anciano maestro, más bien recordó el color verde de mis ojos. Conseguí convencerle de que fue mi abuelo el que vivió con ellos años atrás; de que era normal que se confundiese, porque él, en ese entonces, sería solo un niño; de que me parecía a mi antepasado y de ahí su error. El hombre aceptó mi historia y eso me permitió acceder a la escuela como escriba de pleno derecho, ya que en aquella época los cargos públicos se heredaban y, si ya era complicado acceder sin pertenecer a familias importantes, más problemas se presentaban si no lo era tu padre antes que tú. Con recelos o no, volví a ocupar mi lugar y volví a ocultar los rollos del papiro de Tot en el sitio en el que fueron creados. Esa vez me alojé en uno de los barrios cercanos al templo. La casa en cuestión disponía de una sala central con una columna que delimitaba un hogar para cocinar, una mesa con dos taburetes y un par de armarios. Una sala contigua, con un lecho que me otorgaba privacidad, se unía a otra destinada al aseo íntimo, tan importante para los egipcios; se completaba con una subterráneo fresco para conservar los alimentos y las tinajas con aceite y vino y una terraza, foco de unión de todos los vecinos. Eran viviendas individuales y, como había prometido a Sil, comencé mi vida de forma diferente. A parte de mi labor de copista, conseguí el anterior cargo de mi amigo y algunas veces acompañaba a los escribas reales, sobre todo, cuando había mucho trabajo por resolver. Caminaba por la ciudad, que nunca antes me había preocupado en contemplar: sus paseos con obeliscos y esfinges, sus templos dedicados a mil dioses cubiertos por la pátina eterna de la arena, sus calles bordeadas con palmeras de diversos tamaños y los majestuosos palacios. Ahora los miraba como si fuese la primera vez y caminaba por sus muros, entre sus grandiosas columnas decoradas con miles de figuras, y me sorprendía observando, largo rato, a los artistas que esculpían las estatuas reales. Disfrutaba con el ajetreo de las nuevas construcciones y respirando el aire que arrastraba el Nilo.
Y fue en una de esas visitas al complejo palaciego cuando nos vimos por primera vez o más bien
ella me vio a mí. Llevaba, por encargo, unos rollos de papiros a la casa Jeneret. Al tratarse del lugar
reservado a la enseñanza de las damas de la corte, no se me permitió acceder con libertad y apenas traté con uno de sus sirvientes para entregarlos y me marché, pero fue suficiente. Por la tarde, un esclavo solicitó verme y me apremió a acudir a palacio. Allí, en uno de las dependencias adjuntas al lugar, me recibió. Supe al instante que se trataba de alguien de clase alta, por los perfumes, las telas de lujo, la comida servida en bandejas de plata y los esclavos de que disponía. Una peluca de trenzas negras como la obsidiana cubría su cabeza adornada con una diadema real de hebras doradas, y sus ojos oscuros, delineados con kohl, me observaban con interés.
—¿Eres escriba?
—Copista.
—Es la primera vez que te veo.
—Suelo permanecer en el recinto.
—¿Te esconden?
—¿Cómo?
Empezó a reírse con ganas, estaba claro que la situación la divertía, pero yo aún no tenía claro
que hacía allí y me resultaba incómodo.
—¿Sabes quién soy? —negué—. Dime tu nombre, escriba.
—Adal —había decidido regresar a mi antiguo nombre y dejar por un tiempo el que me puso mi
maestro.
—Soy la princesa Asenat. ¿Eres extranjero?
—He vivido en varios sitios, alteza, pero mis antepasados son de aquí.
—Bueno, te preguntarás qué haces aquí.
—Sí.
—He recibido un obsequio de un país extranjero. Una serie de tablillas de arcilla con historias y
poemas y sé que puedes traducirlas. Quiero que lo hagas y las escribas en papiro para que yo también
pueda leerlas —me tranquilicé, solo era por trabajo. Ella continuó hablando—. Desde luego esa será la parte laboral. Pero lo cierto es que me fascinas, tengo debilidad por lo hermoso y tú, eres lo más bello que he visto hasta ahora. Quiero conocerte íntimamente.
Me quedé helado por su sinceridad, fue demasiado directa. Conocía que, en esa cultura, el sexo
no era un tabú y las mujeres tenían bastante libertad en ese aspecto, ella podía elegir el amante que
deseara y, al parecer, había elegido. Por unos instantes pensé en negarme, pero en el fondo me
sorprendí a mí mismo admitiendo que me apetecía. Era muy hermosa y llevaba demasiados años, casi
una eternidad, sin una mujer en mi vida.
Desde esa primera entrevista, nuestros encuentros se fueron sucediendo. Compaginaba mi trabajo
con los momentos de intimidad entre los dos y, poco a poco, me di cuenta de que era una mujer muy
inteligente, pero a la vez pecaba de ambición, algo normal, teniendo en cuenta su estatus social y me
dejó claro en varias ocasiones que siempre conseguía lo que deseaba y que si no lo hacía, movía cielo y tierra hasta que lo lograba. Su forma de ser no me importaba en absoluto, nunca me paré a analizarla, nunca llegamos más allá de la atracción física y fue con la única mujer en mi vida con la que ni siquiera me preocupé en arañar la superficie y me limité a disfrutarla, el sentimiento era dual y mutuo, ella tampoco se complicó más. El tiempo fue pasando. Nos veíamos en sus habitaciones y jardines e incluso había veces que Asenat me buscaba en mi casa y yacíamos en el pequeño lecho de mi hogar, al parecer la excitaba y le producía morbo el ambiente obrero del lugar. Cuando aparecía por la puerta de mis estancias, lo hacía sin peluca y vestida con un calaris de lino blanco vaporoso y que cubría gran parte de su cuerpo, las túnicas rojas la hubieran delatado como de alta cuna y buscaba pasar desapercibida, pero yo la prefería con una de ellas, que se colocaba bajo los pechos, mínimamente tapados por un ligero tirante. Siempre llegaba acompañada y protegida por un esclavo nubio que permanecía con nosotros, incluso mientras practicábamos el coito, una presencia extraña que se mantenía cerca, pero a la vez lejos, al principio me resultaba incómodo tenerle ahí, pero como decía ella: no miraba, solo observaba y acabé por obviarlo. Estar con ella era delicioso, en algunos aspectos me recordaba a Lilith, desinhibida y fuerte, pero solo compensaba la necesidad del momento. Era mejor así, dentro de unos años ella ya no estaría en mi vida.
Aprendí mucho de ella. Me enseñó los secretos de la belleza que tanto admiraba, la forma en la
que preparaban los ungüentos que utilizaban para acicalarse. Me mostró maquillajes a base de
malaquita machacada para darle un tono verdoso, utilizando el lapislázuli para el azul o el carbón para el negro, que ella usaba en las uñas. Me contaba cómo, una de las damas de la corte, era capaz de hacer intrincados dibujos en la piel y de eliminar el bello del cuerpo sin apenas dolor. En la mesa de su habitación se agrupaban gran diversidad de recipientes de varios colores y formas que contenían primitivos cosméticos y esencias de flores, además de numerosas pelucas lisas y de complicados peinados. Los egipcios tenían aceites para todas las necesidades del cuerpo que incluían arrugas, estrías, efectos del sol, olor corporal, eliminación de piojos, parásitos y muchos más. Todo un mundo de sensaciones al alcance de todos, ya que, hasta los trabajadores, disponían de un plus en su paga para comprarlos, así de importante era la higiene para esa sociedad. Yo, por mi parte, me limitaba a unas pocas esencias que evitaran las suspicacias de los demás y me atreví con una ligera perilla que disimulara mi edad.
Mi vida transcurrió tranquila durante varios meses en los que me imbuí dentro de ese mundo de
belleza y placer bajo el manto protector de la princesa, adormilado ante lo que ocurría a mi alrededor, viviendo la vida, como acordé con Sil en su lecho de muerte.
Un día, Asenat mandó a buscarme. Normalmente nuestros encuentros se realizaban en momentos
en los que ninguno de los dos estábamos ocupados, por eso me extrañó que quisiese verme durante mis horas de trabajo, buscaba sorprenderme. Me obsequió con un escarabajo tallado en turquesa con
incrustaciones de lapislázuli, era de pequeño tamaño, cabía en la palma. Era un amuleto muy utilizado entre ellos, pensaban que protegía y traía prosperidad, últimamente la princesa estaba especialmente complaciente, lo miré y me recordó al colgante que llevaba al cuello, hacía tiempo que había vuelto a llevarlo puesto, se había convertido en un buen recuerdo. Pero ese momento quién compartía mi lecho no era Lilith y ahora era distinto, porque en Eridú me había enseñado mil maneras de complacer a una mujer y afiancé mis enseñanzas con Asenat. Reposados y abrazados, la dejaba acariciar mi pecho.
—¿Sabes? —ella tenía ganas de hablar—. Van contando una historia interesante por ahí. Dicen
que en el templo hay unos papiros mágicos, que otorgan un gran poder a quien los posee. ¿Tú conoces los archivos del templo?
—Bueno, todos no. Conozco gran parte, pero no he oído nada.
¿Cómo era posible que se supiera de su existencia? Estaba seguro de tenerlos bajo control,
seguramente eran rumores sin fundamento. Debía mantenerme neutral.
—Dicen que fue el mismo dios Dyehuty quién los escribió y en ellos están los conocimientos
celestes, el secreto de la inmortalidad. Dicen que con ellos podrías mirar a los ojos al dios Ra, que
puedes controlar la naturaleza, adivinar el futuro e incluso matar a un faraón —me contemplaba sin
desviar los ojos, sentí la presión de esa mirada. Algo en ella había cambiado—. Dicen que hace muchos años el dios escriba eligió a un anciano para manifestarse y que fue ese mismo dios, venido de una tierra sagrada, quien los plasmó en los rollos. Dicen que ama vivir entre los humanos y que posee unos ojos misteriosos del color de la malaquita y que es eternamente joven.
¿Se refería a mí? Sus pupilas dilatadas por la emoción y la forma de hablarme, me lo
confirmaron. Al final parecía que el viejo sacerdote no se creyó del todo que era mi abuelo quien
estuvo allí antes y me convirtió, al igual que hacía años en tierras sumerias, en una divinidad. Tenía que desviar las sospechas y dar una explicación verosímil.
—Mi abuelo me contó que ayudó a un anciano a escribir unas historias. Pero no eran más que
desvaríos de un viejo senil. No sé si te referirás a eso. Es lo único que he oído.
—¡No mientas! ¿Crees que no veo lo que eres? ¿Crees que dejo entrar a cualquiera en mi lecho?
¿Crees que aguantaría tanto tiempo al mismo amante si no tuviera la certeza de que eres algo divino? Llevo mucho tiempo esperando que confíes en mí y ya estoy harta. Quiero que me entregues esos rollos. Escriba o dios, sabes dónde están.
—Te vuelvo a decir que…
—Cuanto tiempo crees que mi tío, el faraón, tardará en dar contigo. Él también busca los papiros,
yo le hable de ellos y de ti. Desea la inmortalidad.
¿Me estaba advirtiendo o amenazando? Sabía que su mayor cualidad era la ambición y, el
revelarme que mi posición con ella se debía a su idea de mi divinidad, me ofendió, me había engañado sin que me enterase y su atracción hacia mí solo estaba condicionada a sus intereses. No iba a permitirle salirse con la suya, pero eso me ponía en una posición peligrosa y no podía dejar que los manuscritos cayesen en sus manos, alguien como ella le daría la interpretación errónea que tanto
habíamos temido mi maestro y yo.
—¿En serio crees que soy un dios?
—No lo creo, lo sé.
—¿Y crees que un dios sería un simple y pobre escriba?
Vi duda en su mirada, la gente de su clase social nunca imaginaría que un dios se conformara con
la mediocridad, pero enseguida sus ojos se volvieron a endurecer.
—Tus intenciones no son mi problema. Tienes dos días. Pasado ese tiempo los soldados del
faraón te encontrarán. Ahora vete.
Entonces lo vi claro: tenía que darle al faraón lo que andaba buscando o, conociendo a Asenat,
me perseguirían por siempre. Sabía lo que hacer. Esa tarde la pasé de aquí para allá, tenía que despistar a quien me siguiera, pero muy avanzada la noche, accedí al archivo oculto donde estaban los rollos. Debía decidir lo que entregaba al faraón y seleccionar los papiros que considerara menos conflictivos, no me preocupaba lo escrito en ellos, sino la interpretación que, alguien como ellos, pudiera darles. Pero lo principal para mí era hacer una copia completa para llevarla conmigo, así, sin dudarlo más, me dediqué a esa labor y pronto tuve en mis manos un nuevo manuscrito con letra y forma más pequeña. Me llevó toda la noche y parte del día siguiente, pero en aquel rincón nadie me molestó, apenas me incorporé a comer y menos a descansar.
Cuando completé el trabajo lo plegué y lo cosí con una tripa seca por el lateral de manera que se
asemejara a un códice, pasando desapercibido en mi bolso de viaje. Ahora me encontraba con la difícil tarea de decidir que rollos entregaría y, muy a mi pesar, cuáles serían los que destruiría por ser
potencialmente peligrosos. Intenté mantener un hilo conductor para evitar que se notase el expurgo: allí estaba la historia del príncipe Neferkaptah, ciertas alusiones a la parte mágica, de conjuros y algunos de los conocimientos que el dios expresó a Akil; me arriesgué incluso con algo de magia relacionada con la muerte, la inmortalidad y la adivinación, ya que eran cosas que ellos conocían de su contenido. Sonreía para mis adentros pensando en lo que la gente era capaz de hacer por algo que era inútil, que no funcionaba. Yo había sido testigo de la fe de mi maestro y nunca le dije lo que pensaba realmente, porque solo era eso, nada más: una bonita historia con bonita moraleja. Pero nadie me haría caso y nadie me creería, incluso mi negativa se vería como un intento de ocultación. Así, con la selección hecha, me dispuse a esperar a los soldados, no tenía ninguna duda de que a la mañana siguiente estarían allí a por mí.
Y ocurrió, llegaron los soldados, cogieron los papiros y me condujeron ante el faraón. Recorrí las
calles de la ciudad a toda prisa, fijándome en los relieves, en las estatuas llenas de color y me vino a la mente la gran religiosidad, que rozaba el fanatismo, de las culturas en la que había vivido; como sus templos buscaba evocar el reino sagrado, como identificaban con total claridad el suelo con el río Nilo, las columnas con los árboles y los altos techos con el cielo, un todo unido para representar la divinidad;como las tumbas de sus reyes eran construcciones dignas de los dioses. Una divinidad de la que formaba parte el faraón ante el cual me llevaban y que tenía gran interés en ser más divino todavía gracias al libro de Tot. Me condujeron a una pequeña sala al sur del complejo palaciego y en la que me esperaban el faraón y Asenat. Los soldados extendieron los rollos sobre una mesa que había debajo de una de las ventanas y ocuparon su lugar, defendiendo la puerta, mientras la princesa me miraba exultante, orgullosa de su hazaña. No había rastro del rubor que antes demostraba al besarme o al gemir entre mis brazos, no había rastro de la pasión que, hasta hacía dos días, me profesaba. Pero no me importaba, debía poner fin a eso y convencerles de que sabía de su existencia por mi abuelo, quería abandonar la ciudad rápido, sin consecuencias, sin represalias y sin que sospecharan que escondí el pequeño libro en mis enseres personales, junto con el escarabajo que me había regalado. Hice una reverencia y hablé con respeto. Estaba ante el faraón por primera vez y debía ser capaz de comportarme. Lucía un shenti de color dorado sujeto a la cintura con un cinturón de cuero puro, una valona con varias vueltas de piedras blancas y oro al cuello y, sobre la cabeza, el nemes de rayas azules sujeto por la diadema real con el símbolo de la cobra, sustituía a la pesada corona y enmarcaba unos vívidos ojos oscuros bordeados con kohl.
—Aquí están los papiros, los que transcribió mi abuelo. Es todo lo que sé y si no soy necesario
para nada más, pido permiso para marcharme de la ciudad, en unos días debo presentarme en la casa de la vida de Bubastis para intercambiar unos rollos.
—¿Cómo funcionan? —me preguntó el soberano, mientras acariciaba el papiro de uno de ellos.
—Faraón, yo no conozco el uso que vos le otorgáis, solo sabía dónde buscarlos, ni siquiera los he
ojeado. No conozco su contenido ni su poder —miré a la princesa para que se diera por aludida—. No soy un dios.
—Eso lo veremos —dijo ella sin inmutarse ante mi comentario.
Asenat se aproximó a mí y, con una pequeña daga, me hizo un corte en el brazo. Enseguida
empecé a sangrar. Eso les convenció, sobre todo al faraón.
—Los dioses no sangran, Asenat. Déjale ir, tenemos lo que buscábamos —y se dirigió hacia
mí—. Confiaré en lo que dices y en que no conoces lo que contienen, no obstante, márchate antes de
que te considere una amenaza. El hecho de que hayas entregado los rollos a tu rey, demuestra tu
fidelidad, pero no quiero volver a verte en Egipto y, por tu bien, no hables de esto con nadie. Si estos
rollos contienen formas de asesinar a un faraón, podrían ser considerados como alta traición y el castigo para quien los posea o para quien los transcribió, sería la muerte. ¿Lo comprendes?
Asentí, me dejaba marchar quizás porque en el fondo también creía en mi divinidad y no quería
ensuciarse las manos o porque si acababa conmigo daría motivos para habladurías y el libro saldría a la luz debido a mi relación con él. La comprensión del faraón no me sorprendió, ante todo quería
mantener el poder de los rollos confinado en el palacio y a los asuntos reales. Arranqué un trozo del
lino de mi shenti y me envolví la pequeña herida, era mejor que no vieran que sanaba rápido, y me
alejé, no sin antes girarme y mirarla por última vez. Sujetaba uno de los rollos en sus manos cuando
alzó la vista y sonrió, sus ojos dejaban traslucir su ambición y yo no pude más que devolverle la
sonrisa. Era una pena que lo último que vi de ella fuera su fanatismo y su credulidad. Fue la única
mujer en mi vida que me utilizó así, no puedo decir que me afectara en realidad, pero aprendí una
lección y desde entonces evité a las que, como ella, se dejaban gobernar por el ansia de poder y la
codicia. Prefería estar solo que mal acompañado.
He de confesar que pasados unos cuarenta años regresé a Menfis y regresé para verla o más bien
para que me viera a mí. Fue en la celebración de la crecida del Nilo cuando más gente se congregaba
por las calles principales de la ciudad y allí estaba la princesa, ya anciana, observándome con los ojos muy abiertos. Le sonreí de forma irónica. Sé que me reconoció, yo buscaba que así fuera, y volví a desaparecer, esa vez para siempre. Fue mi pequeña venganza, mostrarle que me mantenía igual que hacía años y sembrarle la duda de por qué el libro no había funcionado con ellos. Hacerle creer que la había engañado y que no le mostré su poder real. Que más daba si seguía pensando que yo era el dios Tot y tenía ese don, si pensaba que nunca revelaría su magia a humanos como ellos, igual que no lo había hecho a Neferkaptah. Quería que creyera que fue un castigo del dios escriba por su soberbia y su pretensión de equiparase a la divinidad.
Así, después de entregar los papiros en palacio, recogí mis cosas y me marché, no había nada ni
nadie que realmente me atara allí, había aprendido a no aferrarme ni a los lugares ni a la gente. Era lo mejor. Sé que luego fueron esos papiros que yo entregué a Asenat los que se copiaron y sobrevivieron en el tiempo, que hubo mitos y leyendas sobre los que poseían el libro y el poder que podían conseguir, pero eran sueños e invenciones de un anciano. Era cierto que a mí me salvó, que, dedicarme a él y a mi maestro, me mantuvo cuerdo, que supuso mi gran viaje interior, el descubrimiento de mi yo. En cuanto a mi juventud, no tenía nada que ver con el libro, pero ellos no podían comprender mi verdadera naturaleza.
Mi bolso de viaje, esa vez, pesaba más: el escarabajo, el cincel, el colgante y ahora el libro de
Tot, que a partir de ese día fue creciendo y, como yo, añadiendo hojas, historia y adquiriendo
experiencia vital a lo largo de mis viajes.»

No hay comentarios:

Publicar un comentario