¡Qué os gusteeeee!
CAPÍTULO XIX
La biblioteca del
mundo…
»Alejandría,
el gran centro mundial del saber y la investigación, se abría al Mediterráneo
unida por un dique a la isla de Faro. La ciudad fue fundada por Alejandro
Magno, un discípulo de Aristóteles y amante de la sabiduría. Un guerrero poeta,
un hombre elevado por los egipcios a la categoría de faraón que dotó a la urbe
del germen de lo que sus sucesores, los Ptolomeos, convertirían en la Academia.
Los dos puertos, que albergaba la costa, recibían toda clase de mercancías,
traídas desde cualquier punto del mundo conocido. Era la cuidad más importante
del momento: su plaza central, su calle principal, sus basílicas, sus baños
públicos, sus gimnasios, sus mercados, sus templos. Griegos, judíos y egipcios
convivían en armonía en los diferentes barrios de la ciudad.
El gran complejo palaciego, el Bruchium,
albergaba el Museum y a su vez la Biblioteca, que contenían todo el saber de la
época. Allí, la dinastía reinante, había conseguido reunir a un innumerable
grupo de eruditos y sabios de todas las materias, apoyando la cultura por puro
placer de la cultura y, ese empeño altruista, llevó a la urbe a ser el objetivo
de cualquier interesado en el saber. Allí, esos sabios, vivían, recibían un
sueldo, estudiaban y aprendían de otros como ellos. Allí, la escuela, la
dialéctica, el discurso y la oratoria, la filosofía y todas las ciencias, se
elevaron a su máximo exponente.
Los sabios, los gramáticos y los médicos
se alojaban dentro de las dependencias del lugar y enseñaban a sus alumnos en
él, disfrutando de la universidad, el jardín botánico, el teatro, la colección
zoológica, el observatorio astronómico y la sala de conferencias y anatomía.
Cualquier cosa que su intelecto necesitara conocer estaba en ese recinto.
A diferencia de cuando estuve en Atenas,
mi destreza como escriba me abrió las puertas de la Biblioteca y empecé a
trabajar allí como ciudadano griego, usando mi nombre de antaño: Adal. Mi labor
era la de copista, un trabajo bastante demandado en aquel entonces, ya que una
orden real obligaba a confiscar, a los viajeros y visitantes, los manuscritos
que trajeran a la ciudad y no estuvieran dentro de sus fondos. Así, cuando los
grandes barcos arribaban al puerto, eran inspeccionados en busca de textos
inéditos que se llevaban a la Biblioteca para ser copiados y, acto seguido,
regresaban a sus dueños o bien los originales o bien las copias, que era lo más
normal. Así, la Biblioteca de Alejandría contaba con la mayor parte de las
obras del mundo antiguo. Como colofón, también se mantenía un gran mercado de
libros que incluía a los viajeros que traían textos de versiones propias sobre
obras antiguas, las donaciones de colecciones completas y las obras nuevas que,
algunos enviados del museum, traían de diversas partes de mundo. Los
manuscritos eran almacenados y utilizados como fuentes de investigación y
referencia; los libros más valiosos eran copiados por escribas locales e
intercambiados por otros de otros lugares y así, se consolidaron sus pautas
esenciales: conservación y difusión.
Al albergar grandes cantidades de rollos y
papiros, por primera vez en la historia se hizo necesaria su organización y su
catalogación. Las matemáticas, la medicina, la literatura, la filosofía, la
astronomía… todo tenía su lugar adecuado y su finalidad. Los volúmenes que se
hallaban allí, eran referenciados y colocados en filas de anaqueles que
llamábamos thaike, organizados por
temas y almacenados en fundas de cuero o lino, de manera que fuera fácil su
recuperación y búsqueda. Fue entonces cuando, Calímaco de Cirene, el
bibliotecario junto a Zenódoto de Éfeso, creó el primer catálogo de libros de
la historia. Fue entonces cómo, poco a poco, la biblioteca del complejo se
convirtió en el alma de la universidad y fue entonces cuando me convertí en
amanuense con capacidades de traductor.
Las copias a mano que realizábamos eran
muy estimadas por las correcciones y, el conocer varios idiomas, me ayudó a
consolidar mi posición. Entré como ayudante de un grupo de setenta judíos que
habían sido enviados por el sumo sacerdote de Jerusalem a la biblioteca, el rey
Ptolomeo II quiso traducir al griego la Biblia,
la llamada Septuaginta, germen del Antiguo Testamento actual, para acercar
la fe a los judíos de habla griega, dejando una copia del texto en la
biblioteca de Alejandría. La escuela judía que se formó en la ciudad estaba
influenciada por la filosofía platónica y no me costó trabajo integrarme en el
contexto del grupo. Disfrutaba transcribiendo la creación del hombre y la
historia de Adán y Eva, podéis imaginaros el motivo. Esa sensación mezcla de
satisfacción y curiosidad al contemplarme en la Biblia, siempre me acompañó, incluso años después, cuando me
relacioné con los seguidores de Carpócrates y su idea de la perfección de Adán
o cuando realizábamos beatos en los monasterios. Porque siempre fue así, mi
imagen y la de Eva, nunca apareció Lilith, nunca existió en la creación,
solamente fue nombrada levemente en la tradición hebrea, pero fue ella la que
siempre estuvo presente en la historia, no como Eva, sino con personalidad
propia y, como yo, con un nombre distinto en cada siglo. Fue un espíritu
malvado, fue sacerdotisa, fue hetaira y
musa de grandes artistas, fue la superviviente en un mundo en el que las normas
y las creencias las dictaban los hombres.
La traducción y creación del texto bíblico
ocupó cerca de un siglo, en el que muchos fueron los encargados del trabajo,
traduciendo primero la Torá, el Pentateuco y, poco a poco, el resto de
los escritos religiosos. Yo me encargaba de apoyar los trabajos de traducción
del arameo al griego, unos de los idiomas que había aprendido en mis viajes,
hasta que tuve que marcharme por mi condición y aproveché para dedicarme a la
búsqueda, en nombre de la Biblioteca, de manuscritos por el mundo conocido.
Los
días en la Biblioteca pasaban sin apenas notar el transcurso del tiempo que
marcaba un gran reloj de arena diario que adornaba la sala central con forma de tholos y con la parte superior
iluminada con luz natural. Había varios pisos y las salas de consulta y trabajo
estaban cubiertas por estanterías con forma de aspa llenas de rollos de papiro
y pergamino, correctamente organizados y catalogados. No podría describiros el
olor que allí se respiraba. Si habéis entrado en una biblioteca y sentido el
aroma a libro, a papel y cola; si os agrada ese olor, es mínimo comparado con
lo que se sentía dentro de esas salas. Yo, por mi parte, identificaba ese
perfume con la paz y el sosiego, solo otro aroma en el mundo conseguía ese
efecto en mí y era el de lilas de Lilith. Allí me encontraba a gusto y, en mis
ratos libres, allí leía y ojeaba cualquier documento, cualquier historia,
cualquier dato sobre épocas pasadas: mis otras vidas; cada nueva sala, cada
rincón era un descubrimiento entre miles de rollos. Acabé conociendo la
posición de cada rollo, de cada manuscrito y sabiéndolo todo sobre Platón y
Aristóteles, «¡si hubiera tenido esos conocimientos en los simposios de Friné!».
Así pasaba mi vida, alternando mi oficio con las clases de la escuela en las
grandes salas de conferencia adjuntas a las instalaciones, fascinado por los
nuevos descubrimientos de la astronomía y la historia, basados en la
observación y la lógica. Y, sin pretenderlo, vi el nacimiento de una nueva
ciencia: la alquimia, a pesar de que, ya en el Egipto en el que yo viví, la
magia y la medicina estaban al servicio de la religión: Thot, dios de la
alquimia, dios de todo lo esotérico y de los secretos de los dioses, que yo
conocí solamente como dios de los escribas y que con el paso del tiempo se
convirtió en todo lo demás. Ahora, en cambio, eran los eruditos los que dividían
la materia en tres partes: el mercurio que era el espíritu, el azufre que era
el alma y la sal que era el cuerpo. El control sobre el fuego aplicado a esos
elementos, era la base de esa misteriosa ciencia.
Otros buscaban conseguir la transmutación
de los minerales y la panacea que,
según ellos, curaría todas las enfermedades. Creían, bajo la influencia de
Aristóteles, que los cuatro elementos regían la vida y podían conformar un
quinto más poderoso, llegando a la piedra
filosofal o al agua de vida que
otorgaba la inmortalidad. No obstante, esa ciencia siempre se movió entre la
química real y la delgada línea de la leyenda, nunca conocí a nadie capaz de
convertir el plomo en oro o de conseguir el elixir de la eterna juventud.
Pronto adopté una rutina general y los
días en los que tenía tiempo libre en la Biblioteca, paseaba por la ciudad
dejándome llevar por mis pies, alejándome hasta el enorme faro que guiaba con
su luz a los barcos que arribaban al puerto llenos de mercancías y
conocimientos y que el primer Ptolomeo había mandado edificar en la isla
vecina, unida a la ciudad. O, a veces, me perdía entre la diversidad de
edificios que componían el complejo real, entre el ajetreo y gran cantidad de
transeúntes que caminaban a sus quehaceres a través de ellos, solo acompañados
por la brisa y la humedad que llegaba del mar. Había días en los que disfrutaba
de las fiestas en honor al dios Serapis, dios greco egipcio, protector de
Alejandría y las demás celebraciones de las deidades griegas. Había días en los
que mi trabajo me obligaba a pasar mucho tiempo enfrascado en labores de
escriba y me encontraba enfrentado directamente con las ideas alquímicas de los
sabios.
Fue así como uno de esos alquimistas
requirió los servicios de la biblioteca para transcribir sus experimentos y, de
nuevo, me vi haciendo de copista para una especie de visionario, aunque nunca
fue para mí como mi maestro Akil, más bien me dediqué a registrar lo que me
decía sin involucrarme demasiado.
Phineas, que así se llamaba el alquimista,
era un hombre que, sin parecer anciano, su cuerpo manifestaba las continuas
exposiciones a los elementos químicos y su túnica, manchada por mil sitios, no
ayudaba nada a su aspecto, en una época en la que tanto los químicos como los
filósofos o astrónomos vestían impecablemente, pero mi nuevo compañero estaba
tan abstraído en su mundo que no se percataba de su atuendo. Aun así, mostró un
carácter abierto y conversador y enseguida entablamos amistad, fue más fácil
trabajar de esa manera. Mientras me preguntaba por mi nombre, mi oficio dentro
de la biblioteca y mi descendencia griega, llegamos a su sala de pruebas, una
especie de laboratorio o taller casi sin ventilación, donde aislaba los
experimentos. Me ofreció asiento en un rincón de la mesa, cerca de una hoguera,
para hacer mi trabajo, aunque seguramente necesitaría seguirle por el recinto y
para eso contaba con mi tabla portátil de apoyo. El químico parecía feliz por
mi presencia allí, que se le hubiera permitido disponer de un escriba para sus
trabajos, significaba que, tanto el museum como el rey, tomaban en serio sus
artes.