miércoles, 29 de julio de 2015

CUENCA

Buenos días a todos. Hoy quiero colocar un fragmento de uno de los capítulos que he dedicado a la ciudad de Cuenca. Elegí Cuenca porque es mi provincia, una ciudad que me encanta y que se acomodaba a lo que iba buscando, estoy bastante cerca para poder caminar por ella y ¿qué más puedo pedir?
Espero que os guste. Os dejo también un enlace a una web en la que puedes pasear virtualmente por la Cuenca de hace siglos y ver su evolución. Está en la barra lateral del blog.
ECN



CAPÍTULO XXIX

La villa colgada entre dos ríos…


«Nos alejamos de Flandes, busqué otro lugar para vivir con tranquilidad, era lo mejor para una niña que nunca había convivido con más de diez personas. Decidí arriesgarme más al sur, con un clima más benigno y en el que luciera el sol; regresé a Hispania, ahora dividida entre cristianos y musulmanes, esa vez para una estancia más prolongada y nos establecimos, después de varios años, en Castilla. El centro del reino había sido reconquistado por los cristianos hacía ya muchos años y el crecimiento de la villa que elegí, favoreció mi decisión. El sitio en cuestión estaba alcanzando la calidad de villa y la construcción de una gran iglesia gótica donde antes estaba la mezquita, manifestó el cambio de gobierno y religión, la población se extendió desde el castillo, en la parte alta, hasta los límites de los dos ríos que la envolvían con sus hoces y cuyo cerro rocoso albergaba a sus gentes. Una villa fortaleza que aprovechaba el terreno para protegerse y que los musulmanes, los primeros en establecerse allí, llamaron Kunka. Fue nuestro hogar desde ese entonces.
No tengo claro por qué elegí ese lugar, habíamos visitado varios territorios de la península. Recuerdo nuestro paso por San Isidoro de León, una imponente edificación del primer románico que destacaba por las pinturas de su panteón entre las que admiré las representaciones de Adán y Eva, el Pantocrátor, la última cena o las escenas de labradores, de trazos sublimes en negro y colores vivos. Todas las pinturas estaban destinadas a enseñar a los que no sabían leer, una biblia en la piedra de sus bóvedas y capiteles. La oscuridad del lugar y la sensación de poca altura, nos hacía sentir todo el poder de su espiritualidad, aún me acuerdo de la carita de Maddie mientras las contemplaba; yo en esos días estaba más interesado en los manuscritos y códices que se custodiaban en el claustro del complejo de la colegiata y, después de conocerlos, busqué otros lugares para descubrir y enseñar a la niña. Maddie contaba con unos doce años de edad y dominaba a la perfección el idioma que en todo ese tiempo me dediqué a enseñarle, atrás quedaba la vida de reclusión y exclusión que llevaba en la leprosería, era capaz de leer, escribir y hablar en varias lenguas, algo inusual para las mujeres de ese tiempo.
Así llegué a Cuenca, al principio de paso. Pero algo sucedió allí, algo que me convenció para quedarme, una sensación de plenitud y paz como llevaba mucho tiempo sin sentir. No tenía nada que ver con la espiritualidad, ni con la reconquista, ni con la necesidad de establecernos. Fue el pasear por sus calles que siempre ascendían, fueron sus casas de alturas imposibles, construidas desafiando la naturaleza y luchando contra los abismos. Fue la sensación de paraíso que tuve al contemplar el río sobre uno de sus miradores. Fue el silencio solo roto por el canto de las golondrinas en primavera y el sonido del agua y fue el crisol de culturas que encontré allí. Por fin respiré y, desde ese momento, fue nuestro hogar, allí la niña tendría la vida que se merecía.
La estructura de la villa era sencilla.
Por un lado su fuerte carácter defensivo establecía dos zonas claras. Una, la del Castillo, en lo alto de la sierra, con su robusta puerta de entrada con foso, tres torres y la muralla. Otra, la del Alcázar, con su amurallamiento propio y que albergaba la aljama o morería en la parte más baja de los terrenos de la villa. Dos zonas opuestas que se mantenían unidas a través de un eje de calles conectadas y ascendentes desde la entrada del valle. Por el puente de dos arcos, que llamaban del Canto, y la puerta de Huete, siempre en ascenso, se llegaba a la calle y la puerta de San Juan desde donde se iniciaba la vía principal: la calle Correrías hasta la plaza principal o de Santa María y la Cal Mayor hasta el Castillo. A lo largo de esa línea imaginaria se establecían la villa y los nuevos barrios surgidos con la reconquista cristiana: Santo Domingo, San Vicente, San Salvador, se situaron a las orillas del Alcázar. Grupos de aldeanos y hortelanos construyeron sus hogares en lo que antes era la albacara árabe, y sus cultivos y pastos se extendieron tanto aprovechando los terrenos intramuros como las tierras fuera de la muralla, creando los arrabales del Barrionuevo. Ese aumento de población, propició la aparición de nuevas entradas en la muralla como la puerta de Valencia o los postigos adintelados de los muros que facilitaban el tránsito por la villa y sus alrededores.
Pero lo más importante era la dependencia que tenían de los dos ríos que los rodeaban y protegían. El Júcar y el Huécar habían creado, en su unión, un lago que sirvió como defensa a los musulmanes y que ahora, en tiempos de paz, albergaba los terrenos útiles y los molinos, tan necesarios para la economía de la población. La poderosa orografía de sus hoces estructuró su existencia y sus barrios. Sus calles, endurecidas por el lecho rocoso, siempre acababan en casas que volaban sobre el abismo, ocupando hasta el mínimo espacio en su crecimiento reciente y que aprovechaban esa roca madre como cimiento.
La reconquista, había relegado la población musulmana, ya mudéjar, a la zona donde se encontraba el alcázar árabe y cerca de él, la judería, dejando el resto para la ocupación cristiana. Nuevas edificaciones se levantaron sobre los restos de la anterior cultura, la gran catedral de Santa María que se estaba construyendo sobre la mezquita, antaño símbolo del poder religioso, ocupaba gran parte de la plaza de Santa María. También se sustituyeron otros edificios y barrios en la parte alta, la zona más antigua y que ahora ocupaban los cristianos más pudientes, separando la zona del altito, que así lo llamaban, del resto de la villa. En la Cal Mayor, la más ancha de la villa, se situaban las casonas de los nobles en contraste con su calle trasera, la Ronda, que albergaba las casas más humildes del pueblo. La iglesia de San Pedro mostraba la robustez del románico y, junto al Castillo y las vigiladas rondas del Júcar y el Huécar, ascendía al lugar que antes ocupaba el recinto de la alcazaba y la muralla superior, estableciendo allí la defensa de la villa y protegidos en la parte baja por la edificación militar de la Orden de Santiago que se asentaba, en la parte inferior, al otro lado del río.

La economía de la zona ocupaba parte de los arrabales, divididos entre pastos, siembras y regadíos. Los huertos cerca del río y los hocinos en las laderas, incluían árboles frutales y leguminosos. La explotación forestal y los mimbres eran otra fuente de recursos, además de las truchas y los barbos de los ríos. Pero lo más importante fue la industrial lanar que haría de Cuenca un referente en cuanto a paños de lana y alfombras, creando un gremio importante de tejedores, bataneros, tintoreros y demás artesanía textil. Entre lo cultivado, la ganadería trashumante, la incipiente industria textil y la concesión del fuero real, favorable sobre todo para los señores y cristianos que repoblaran y que ya aparecía reflejado en el nuevo escudo de la ciudad, la villa se desarrollaba favorablemente. Las tradiciones, por orden real, siguieron manteniéndose y respetándose, aunque la población tanto árabe como judía, que decidió no abandonar su tierra, quedó relegada a poco más que siervos sin muchos derechos y con unas nuevas leyes demasiado duras y discriminatorias. Yo, como cristiano que repoblaba, no tuve problemas para adquirir el permiso del concejo para habitar en la villa con pleno derecho; pagando sus diezmos e impuestos, monté mi propio y respetable negocio. Las nuevas leyes protegían mis intereses y principalmente a Maddie; dejé a un lado mi opinión sobre la desigualdad entre culturas y me dispuse a actuar como mejor viera en el futuro.
Rentamos una casa con usufructo privado. Pagaba una especie de alquiler, más elevado de lo normal, pero que me daba derecho a intimidad, nadie podía acceder de manera voluntaria a mi casa, si no era a través de orden directa del regidor y bajo sospecha de delito. Estaba situada en la calle Pilares y su parte trasera volcaba al Júcar y al barrio de San Miguel, con la plaza de Santa María a nuestro frente. Una propiedad de planta baja y dos alturas, al estilo de las construcciones de la villa, con poca fachada y algo más de fondo. Construcciones en altura que parecían más altas dependiendo del lugar por donde las mirabas, que aprovechaban cualquier lugar sin ocupar, algunas conectadas por calles que discurrían por debajo de ellas y, en el caso de la mía, hasta pórticos. Fueron las primeras construcciones de ese tipo que vi y me encantaba pasear por esas callejuelas con bóveda de piedra, sabiendo que sobre mi cabeza estaba la gente posiblemente cenando o trabajando. En la primera altura de mi casa se distribuía el hogar propiamente dicho, las paredes de adobe y las vigas de madera del techo le daban el espesor suficiente para hacerla acogedora tanto en invierno como en verano. Disponía de una sola sala, en ella se llevaban a cabo todas las actividades de un hogar. Tenía una chimenea con unas trébedes para colocar al fuego la comida y, cerca de la cual, coloqué una especie de sillón para dos; en los alrededores colgaban cacharros y utensilios para esos menesteres, una mesa con taburetes y un lugar donde se disponía mi lecho para dormir y varios arcones para ropa y alimentos; los enseres de cocinar en las espeteras y en varias baldas, las calderas, las cestas de almacenaje, las vasijas y los cuencos; una improvisada despensa nos guardaba el resto de los menajes y más separado, en un rincón, un espacio que cubrimos con una enorme tela de lana para la letrina una tronera en la fachada de atrás que permitía la fácil eliminación de los residuos en el barranco de la hoz del río y donde también dejábamos la tina y los cubos grandes. La parte de arriba, una cámara o buhardilla abierta a la planta de abajo, la adecuamos para que Maddie tuviera su rincón propio, con dos pequeñas ventanas que permitían ver el cielo estrellado de noche. Las tres estancias estaban conectadas por una escalera de madera con los escalones abiertos, un tormento para mí ver el espacio vacío entre ellos y la sensación de hueco por el que caer, era algo que siempre me pasó y fue allí donde lo descubrí, aunque no tenía luego ningún tipo de problema para subir a lo alto de la villa y asomarme a sus abismos. En la planta de abajo, normalmente de mampostería y con una puerta, se distribuía un espacio libre y diáfano que sirvió para la librería, mi nuevo oficio, con una estancia al fondo en la que establecí el taller de restauración y copia.
Las fachadas encaladas, las troneras domésticas, las vigas de madera vista, con pequeñas ventanas entre ellas, y los balcones de madera, le otorgaban un peculiar aspecto y sus voladizos, más aprovechados los que se orientaban sobre las hoces, le conferían una exclusividad solo posible en esa villa. Nuestro hogar estaba adosado a varios más, casi todos iguales y que apenas dejaban espacio para la puerta y varias ventanas, creando los barrios diversos que componían la villa y estableciendo una zona de negocios propia, ya que las familias que vivían a nuestros lados se dedicaban a la artesanía. Un taller de cerámica y uno de cestería en mimbre y esparto nos rodeaban y, a nuestra espalda, los armeros en su estrecha y corta calle de grandes portadas. Pero fue con los vecinos de al lado con los que más relación tuvimos. Ellos regentaban un taller de tejer, aunque de forma manufacturera y a pequeña escala; sus telas, lanas y costuras eran valoradas allí. Fue así como entablamos amistad con ellos, yo debía provisionarme de ropa tanto para mí como para Maddie y la necesidad de que sus vestidos, camisas y faldas cubrieran gran parte de su cuerpo, debido a los eczemas y a los prejuicios, nos hizo confiar enseguida en la mujer que fue encantadora y protectora, que entendió, cuan madre, lo que afectaba a la niña y se hizo cargo de la situación en cuanto supo que solo estábamos los dos: pronto una buena colección de camisas, calzas y medias, zapatos, faldas y jubones, de muy buena calidad, llegaron a nuestras manos. Era una familia tradicional y cristiana, compuesta por el matrimonio y dos hijos, una niña de la misma edad que Maddie y un niño menor. Manuel, Nieves, Inés y el pequeño Pedro empezaron a formar parte de nuestra familia.
Así comenzó la vida allí. Mi negocio, gracias a los contactos que todavía mantenía con Henri, dio sus frutos y varios clientes, incluidos señores, pasaron por mi librería buscando algo especial o queriendo copiar algún libro que un conocido trajo en una visita o reproducir otro que habían adquirido en algún mercado exterior para el concejo o el obispado. La calidad de mi trabajo me fue ocupando cada vez más y la necesidad de mano de obra me hizo enseñar a Maddie, todo lo necesario y empezó a ayudarme, incluso lo organizaba todo cuando yo descansaba un rato después de comer, desplazándome muy pronto en lo que a letras capitales e ilustraciones se refería, aunque su aportación como mujer quedó en secreto, debíamos seguir los parámetros que marcaba la sociedad de la época. Los ingresos y los trueques realizados nos permitían vivir con desahogo y eso me tranquilizó, ya nos habíamos establecido con seguridad y pronto empecé a disfrutar de verdad de la villa, dejando un par de tardes a la semana para pasear por ella e imbuirme de su belleza, aprovechando mi proximidad al barrio de San Miguel y su posición privilegiada sobre el Júcar. Era muy cómodo perderse en sus recovecos, en sus laberínticas calles, pasar por debajo de los arcos que comunicaban unas con otras y sus angostas estructuras que apenas se ajustaban al tamaño de un caballero armado. Era maravilloso subir a lo alto y contemplar el atardecer. He vivido en miles de lugares, he visto miles de amaneceres y crepúsculos, pero nunca he contemplado ninguno más hermoso que el que tiene lugar en las tierras llanas de la meseta interior de España. La combinación de colores que aporta el sol al caer, encendiendo en tonos anaranjados imposibles el horizonte azul cuando el cielo está despejado y filtrándose entre las nubes, lanzando sus rayos de luz como si quisiera liberarse por los pequeños resquicios que esos algodones vaporosos le dejan, como islas de luz con las que nos bendice el creador. Había tardes que el sol nos alumbraba con doble luz, los dos soles los llamaban, augurio de lluvia según los viejos del lugar y, a pesar de todos mis intentos, no puedo describir ese magnífico espectáculo, al igual que no podría describir el aspecto de los terrenos de siembra, en épocas antes del crecimiento, cuando cada uno tiene un color terroso distinto y se organiza un mosaico de marrones y ocres tocados por el sol. O el otoño, cuando los árboles de hoja caduca cambian de color y mezclan sus tonos rojizos con las verdes hojas de los que nunca se quedarán desnudos en invierno. ¿Cuánto tiempo alguien que valora la naturaleza como yo podía quedar embelesado ante semejante acontecimiento? Pasaba horas sentado sobre las rocas de la hoz del río y puedo decir que fue el único sitio en el que, sin estar con Lilith, me sentí completo. Y a pesar de eso, después de marcharme, no pude volver a vivir allí. Sí regresé de visita, pero nunca con otro propósito. Había demasiados recuerdos....

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