martes, 28 de marzo de 2017

EN ALEJANDRÍA (FRAGMENTO DE MI NOVELA LA TRAVESÍA DEL ESCRIBA GÉNESIS)

Holaaaa, solo eso, os dejo un capítulo de la parte en la que Alan trabajó en la Biblioteca de Alejandría.
¡Qué os gusteeeee!

CAPÍTULO XIX

La biblioteca del mundo…

»Alejandría, el gran centro mundial del saber y la investigación, se abría al Mediterráneo unida por un dique a la isla de Faro. La ciudad fue fundada por Alejandro Magno, un discípulo de Aristóteles y amante de la sabiduría. Un guerrero poeta, un hombre elevado por los egipcios a la categoría de faraón que dotó a la urbe del germen de lo que sus sucesores, los Ptolomeos, convertirían en la Academia. Los dos puertos, que albergaba la costa, recibían toda clase de mercancías, traídas desde cualquier punto del mundo conocido. Era la cuidad más importante del momento: su plaza central, su calle principal, sus basílicas, sus baños públicos, sus gimnasios, sus mercados, sus templos. Griegos, judíos y egipcios convivían en armonía en los diferentes barrios de la ciudad.
El gran complejo palaciego, el Bruchium, albergaba el Museum y a su vez la Biblioteca, que contenían todo el saber de la época. Allí, la dinastía reinante, había conseguido reunir a un innumerable grupo de eruditos y sabios de todas las materias, apoyando la cultura por puro placer de la cultura y, ese empeño altruista, llevó a la urbe a ser el objetivo de cualquier interesado en el saber. Allí, esos sabios, vivían, recibían un sueldo, estudiaban y aprendían de otros como ellos. Allí, la escuela, la dialéctica, el discurso y la oratoria, la filosofía y todas las ciencias, se elevaron a su máximo exponente.
Los sabios, los gramáticos y los médicos se alojaban dentro de las dependencias del lugar y enseñaban a sus alumnos en él, disfrutando de la universidad, el jardín botánico, el teatro, la colección zoológica, el observatorio astronómico y la sala de conferencias y anatomía. Cualquier cosa que su intelecto necesitara conocer estaba en ese recinto.
A diferencia de cuando estuve en Atenas, mi destreza como escriba me abrió las puertas de la Biblioteca y empecé a trabajar allí como ciudadano griego, usando mi nombre de antaño: Adal. Mi labor era la de copista, un trabajo bastante demandado en aquel entonces, ya que una orden real obligaba a confiscar, a los viajeros y visitantes, los manuscritos que trajeran a la ciudad y no estuvieran dentro de sus fondos. Así, cuando los grandes barcos arribaban al puerto, eran inspeccionados en busca de textos inéditos que se llevaban a la Biblioteca para ser copiados y, acto seguido, regresaban a sus dueños o bien los originales o bien las copias, que era lo más normal. Así, la Biblioteca de Alejandría contaba con la mayor parte de las obras del mundo antiguo. Como colofón, también se mantenía un gran mercado de libros que incluía a los viajeros que traían textos de versiones propias sobre obras antiguas, las donaciones de colecciones completas y las obras nuevas que, algunos enviados del museum, traían de diversas partes de mundo. Los manuscritos eran almacenados y utilizados como fuentes de investigación y referencia; los libros más valiosos eran copiados por escribas locales e intercambiados por otros de otros lugares y así, se consolidaron sus pautas esenciales: conservación y difusión.
Al albergar grandes cantidades de rollos y papiros, por primera vez en la historia se hizo necesaria su organización y su catalogación. Las matemáticas, la medicina, la literatura, la filosofía, la astronomía… todo tenía su lugar adecuado y su finalidad. Los volúmenes que se hallaban allí, eran referenciados y colocados en filas de anaqueles que llamábamos thaike, organizados por temas y almacenados en fundas de cuero o lino, de manera que fuera fácil su recuperación y búsqueda. Fue entonces cuando, Calímaco de Cirene, el bibliotecario junto a Zenódoto de Éfeso, creó el primer catálogo de libros de la historia. Fue entonces cómo, poco a poco, la biblioteca del complejo se convirtió en el alma de la universidad y fue entonces cuando me convertí en amanuense con capacidades de traductor.
Las copias a mano que realizábamos eran muy estimadas por las correcciones y, el conocer varios idiomas, me ayudó a consolidar mi posición. Entré como ayudante de un grupo de setenta judíos que habían sido enviados por el sumo sacerdote de Jerusalem a la biblioteca, el rey Ptolomeo II quiso traducir al griego la Biblia, la llamada Septuaginta, germen del Antiguo Testamento actual, para acercar la fe a los judíos de habla griega, dejando una copia del texto en la biblioteca de Alejandría. La escuela judía que se formó en la ciudad estaba influenciada por la filosofía platónica y no me costó trabajo integrarme en el contexto del grupo. Disfrutaba transcribiendo la creación del hombre y la historia de Adán y Eva, podéis imaginaros el motivo. Esa sensación mezcla de satisfacción y curiosidad al contemplarme en la Biblia, siempre me acompañó, incluso años después, cuando me relacioné con los seguidores de Carpócrates y su idea de la perfección de Adán o cuando realizábamos beatos en los monasterios. Porque siempre fue así, mi imagen y la de Eva, nunca apareció Lilith, nunca existió en la creación, solamente fue nombrada levemente en la tradición hebrea, pero fue ella la que siempre estuvo presente en la historia, no como Eva, sino con personalidad propia y, como yo, con un nombre distinto en cada siglo. Fue un espíritu malvado, fue sacerdotisa, fue hetaira y musa de grandes artistas, fue la superviviente en un mundo en el que las normas y las creencias las dictaban los hombres.
La traducción y creación del texto bíblico ocupó cerca de un siglo, en el que muchos fueron los encargados del trabajo, traduciendo primero la Torá, el Pentateuco y, poco a poco, el resto de los escritos religiosos. Yo me encargaba de apoyar los trabajos de traducción del arameo al griego, unos de los idiomas que había aprendido en mis viajes, hasta que tuve que marcharme por mi condición y aproveché para dedicarme a la búsqueda, en nombre de la Biblioteca, de manuscritos por el mundo conocido.

Los días en la Biblioteca pasaban sin apenas notar el transcurso del tiempo que marcaba un gran reloj de arena diario que adornaba la sala central con forma de tholos y con la parte superior iluminada con luz natural. Había varios pisos y las salas de consulta y trabajo estaban cubiertas por estanterías con forma de aspa llenas de rollos de papiro y pergamino, correctamente organizados y catalogados. No podría describiros el olor que allí se respiraba. Si habéis entrado en una biblioteca y sentido el aroma a libro, a papel y cola; si os agrada ese olor, es mínimo comparado con lo que se sentía dentro de esas salas. Yo, por mi parte, identificaba ese perfume con la paz y el sosiego, solo otro aroma en el mundo conseguía ese efecto en mí y era el de lilas de Lilith. Allí me encontraba a gusto y, en mis ratos libres, allí leía y ojeaba cualquier documento, cualquier historia, cualquier dato sobre épocas pasadas: mis otras vidas; cada nueva sala, cada rincón era un descubrimiento entre miles de rollos. Acabé conociendo la posición de cada rollo, de cada manuscrito y sabiéndolo todo sobre Platón y Aristóteles, «¡si hubiera tenido esos conocimientos en los simposios de Friné!». Así pasaba mi vida, alternando mi oficio con las clases de la escuela en las grandes salas de conferencia adjuntas a las instalaciones, fascinado por los nuevos descubrimientos de la astronomía y la historia, basados en la observación y la lógica. Y, sin pretenderlo, vi el nacimiento de una nueva ciencia: la alquimia, a pesar de que, ya en el Egipto en el que yo viví, la magia y la medicina estaban al servicio de la religión: Thot, dios de la alquimia, dios de todo lo esotérico y de los secretos de los dioses, que yo conocí solamente como dios de los escribas y que con el paso del tiempo se convirtió en todo lo demás. Ahora, en cambio, eran los eruditos los que dividían la materia en tres partes: el mercurio que era el espíritu, el azufre que era el alma y la sal que era el cuerpo. El control sobre el fuego aplicado a esos elementos, era la base de esa misteriosa ciencia.
Otros buscaban conseguir la transmutación de los minerales y la panacea que, según ellos, curaría todas las enfermedades. Creían, bajo la influencia de Aristóteles, que los cuatro elementos regían la vida y podían conformar un quinto más poderoso, llegando a la piedra filosofal o al agua de vida que otorgaba la inmortalidad. No obstante, esa ciencia siempre se movió entre la química real y la delgada línea de la leyenda, nunca conocí a nadie capaz de convertir el plomo en oro o de conseguir el elixir de la eterna juventud.
Pronto adopté una rutina general y los días en los que tenía tiempo libre en la Biblioteca, paseaba por la ciudad dejándome llevar por mis pies, alejándome hasta el enorme faro que guiaba con su luz a los barcos que arribaban al puerto llenos de mercancías y conocimientos y que el primer Ptolomeo había mandado edificar en la isla vecina, unida a la ciudad. O, a veces, me perdía entre la diversidad de edificios que componían el complejo real, entre el ajetreo y gran cantidad de transeúntes que caminaban a sus quehaceres a través de ellos, solo acompañados por la brisa y la humedad que llegaba del mar. Había días en los que disfrutaba de las fiestas en honor al dios Serapis, dios greco egipcio, protector de Alejandría y las demás celebraciones de las deidades griegas. Había días en los que mi trabajo me obligaba a pasar mucho tiempo enfrascado en labores de escriba y me encontraba enfrentado directamente con las ideas alquímicas de los sabios.
Fue así como uno de esos alquimistas requirió los servicios de la biblioteca para transcribir sus experimentos y, de nuevo, me vi haciendo de copista para una especie de visionario, aunque nunca fue para mí como mi maestro Akil, más bien me dediqué a registrar lo que me decía sin involucrarme demasiado.
Phineas, que así se llamaba el alquimista, era un hombre que, sin parecer anciano, su cuerpo manifestaba las continuas exposiciones a los elementos químicos y su túnica, manchada por mil sitios, no ayudaba nada a su aspecto, en una época en la que tanto los químicos como los filósofos o astrónomos vestían impecablemente, pero mi nuevo compañero estaba tan abstraído en su mundo que no se percataba de su atuendo. Aun así, mostró un carácter abierto y conversador y enseguida entablamos amistad, fue más fácil trabajar de esa manera. Mientras me preguntaba por mi nombre, mi oficio dentro de la biblioteca y mi descendencia griega, llegamos a su sala de pruebas, una especie de laboratorio o taller casi sin ventilación, donde aislaba los experimentos. Me ofreció asiento en un rincón de la mesa, cerca de una hoguera, para hacer mi trabajo, aunque seguramente necesitaría seguirle por el recinto y para eso contaba con mi tabla portátil de apoyo. El químico parecía feliz por mi presencia allí, que se le hubiera permitido disponer de un escriba para sus trabajos, significaba que, tanto el museum como el rey, tomaban en serio sus artes.

Lo primero que hizo fue mostrarme el horno alquímico.
—Lo más importante de todo es este horno, lo llamamos Atanor y es el espacio alquímico por excelencia. El fuego y su intensidad marcan la consecución favorable de los trabajos. Cada elemento debe ser separado según su grado de calor específico, es un arte adquirido con años de experiencia y que muy pocos llegan a dominar a la perfección. Acércate.
Observé el horno. Era cuadrado de alrededor de metro y medio de longitud por uno de anchura y medio de grosor; en el interior, un fuego constante ardía rodeado de cazuelas de arcilla que hacían de recipientes para los materiales utilizados en los estudios. En otras partes, pequeñas calderas puestas en distintos fuegos calentaban también otros materiales que, según afirmó, acabarían también en el horno a su debido tiempo. Me contó que todo su conocimiento lo aplicaba a conseguir transmutar ciertos elementos y convertirlos en uno nuevo, más noble, más puro.
—Aristóteles dice que todos los elementos tienden a la perfección y no hay sustancia más perfecta que el oro. Por eso, cualquier metal tenderá a convertirse en oro. Pero no es eso lo que me ocupa, yo quiero ir más allá y aspiro a conseguir el elixir de la eternidad, el constituyente que consiga acabar con las enfermedades y nos convierta en lo que somos: criaturas divinas. Los cuatro elementos que componen el mundo nos acercan a lo divino. El agua, la tierra, el fuego y el aire nos hacen lo que somos y la pureza de ellos se recuperará con el elixir. Creo que estoy muy cerca de conseguirlo, por eso pedí tu ayuda, me permite concentrarme más, sin miedo a olvidar algo importante en el proceso.
Pasaron muchos días entre conversaciones, opiniones y anotaciones sobre los elementos, las sustancias, los procesos… Debo admitir que me fascinaba la creencia férrea que Phineas tenía en su ciencia y, aunque nunca conseguiría convencerme de su éxito, no le hablé de mi naturaleza, de mi experiencia, ni de mis siglos de historia. Me costaba mantenerme callado, especialmente cuando creyó iniciarme en los misterios de un manuscrito griego, copia de uno egipcio antiguo y que mostraba al hombre el poder de la alquimia sagrada de la mano del primer alquimista: el dios Hermes Trimegisto. Yo sonreía y tomaba notas de sus enseñanzas.
Durante todas esas semanas que me mantuve a su lado, fui observando una obsesión cada vez mayor por concluir su trabajo y no era raro verlo de acá para allá murmurando siempre lo mismo: estoy cerca o ya casi lo he conseguido; mis intentos porque descansara o comiera, se vieron truncados por su errónea idea de que debía purificarse a través del ayuno para poder finalizar. En esos momentos de manía ciega me alejaba de él y me dirigía a la biblioteca a transcribir sus ideas y a descansar en otros quehaceres. La traducción de la Biblia proseguía de forma lenta, pero constante y apenas notaban mi ausencia, lo que me permitía cierto reposo. Era entonces cuando meditaba sobre la transcendencia de los experimentos de Phineas, sin llegar a imaginarme lo que en el futuro significaría para otros químicos y la fiebre que despertaría la búsqueda de la piedra filosofal o la transmutación de los elementos, la verdad era que nunca di demasiada importancia a ese tipo de conocimientos muy poco probables de demostrar. Pero con el paso de los siglos, esos misterios fueron calando y atrayendo a algunos de los científicos y eruditos más importantes de la edad moderna que tuvieron su incursión en la alquimia y las ciencias ocultas. Me ocurrió con el libro de Thot y con la alquimia, lo reconozco, infravaloré y subestimé su poder; para mí, nunca fue una ciencia de dioses o milagros, sino que la parte importante era la aplicación práctica a la vida diaria: desde simples fórmulas para conseguir cosméticos, una mejor aleación de metales, nuevos yesos o morteros para la construcción, pez para los barcos o un tipo primitivo de vidrio; hasta sustancias utilizadas por los médicos para tratar enfermedades. Al fin y al cabo, lo único que yo veía en el horno de Phineas eran los cambios que surgían al calentar varios elementos y la posición que adquirían según su densidad. El oro, calentado hasta licuarse, envolvía a otros metales menos nobles por el efecto del azufre, aumentando su peso por esos metales, pero disminuyendo su calidad y pureza; no era transmutación como Phineas y los demás creían. Yo transcribía esos procesos metalúrgicos con total libertad, pero cuando se trataba de sus avances con los elixires, se volvía más hermético. Al principio no le di mayor importancia, hasta que estuvo varios días sin dar señales de vida y mis intentos por acceder a su taller resultaron fallidos, dando como resultado que me pidiera que dejara de asistirle por un tiempo.
Me encontraba, pues, en un descanso de mi labor con el químico y aproveché para ponerme al día en la Biblioteca. Con las llegadas en masa de manuscritos y rollos de gran parte del mundo, volví a mis quehaceres en las salas de la Biblioteca y a ocuparme, gran parte de la jornada, de la sección de manuscritos griegos. En las horas en las que Calímaco, el bibliotecario jefe, se encargaba de la educación de la familia real había más movimiento entre los que trabajábamos allí, ya que era necesario cubrir su ausencia y, además, debíamos realizar los trabajos que nos pedía, principalmente traducciones al griego de ciertos papiros que necesitaba para su estudio en palacio. Era curioso cómo mi vida pasaba de trabajar con un químico andrajoso a preparar los libros reales. Recuerdo que fue en uno de esos días cuando conocí a la soberana de Alejandría.
Me hallaba terminando de colocar unos libros en la zona dedicada a la medicina, cuando vi a una mujer que recorría los pasillos. Berenice paseaba elevando su rostro hacía las partes más altas de las estanterías, buscando algo. Era una mujer imponente y mantenía su magnífica cabellera oscura trenzada. No puede evitarlo y me acerqué a ella, en esos momentos me extrañó ver a una mujer en esas salas y no conocía su identidad.
—¿Puedo ayudaros?
Ella me miró, fijando sus ojos en mí, evaluándome, dudaba si era el adecuado para atender su demanda, pero al final se decidió, ya que después de recorrer la vista por la estancia se dio cuenta de que no había nadie más.
—Busco unos manuscritos.
—Dígame cuáles son y se los localizaré.
—¿Trabajas aquí?
—Soy escriba, copista y traductor. Conozco bien el lugar.
—Eres muy joven…
—No deje que eso la engañe. —Sonreí—. ¿Qué busca exactamente?
—Tengo curiosidad por los escritos de un sabio griego: Diógenes el Cínico. ¿Hay algo aquí?
—Todo lo que ha escrito o más bien recogido. Acompáñeme. —Nos dirigimos a otra de las salas y subiéndome a las escaleras extraje unos rollos y los apoyé en una de las mesas centrales—. Aquí hay temas sobre sociedad y política, sobre filosofía e incluso algún poema. Por supuesto, no son los originales, ya que el hombre escribía donde le apetecía. La mayoría de las enseñanzas de ese filósofo del pueblo son críticas a todo lo que nos rodea. Es una visión interesante de la vida la de ese hombre.
Había leído y escuchado sobre ese cínico, ya cuando viví en Atenas hacía años, en una época distinta de mi vida.
—¿Es cierto que buscaba al hombre honesto con un candil por las calles? —me preguntó.
—Sí. Aborrecía lo material y la riqueza. Era un vagabundo que tenía en una tinaja su hogar y menospreciaba a la sociedad materialista de la época. Según él, nada era necesario para vivir, ni siquiera el amor.
—Un hombre curioso, me placería ojear los rollos. Voy a llevarlos conmigo, los traeré en unos días.
—El préstamo de rollos no está dentro de mis competencias, no debo…
—Tranquilo, tengo permiso de Calímaco. Normalmente me trae él los libros, pero esta vez quise venir yo misma. Es más, ya que conoces los que me llevo, ven tú a recogerlos a palacio.
—¿A palacio?
—Sí, anota estos rollos, soy la reina Berenice.
Agarró los rollos de Diógenes y se marchó sin decir más. Yo, por mi parte, me quedé contemplándola mientras se marchaba, había estado tratando con la reina, con la dueña de todo lo que era la Biblioteca y la Academia y que, como una más, había consultado y accedido al saber allí reunido.
No pasó mucho tiempo hasta que Calímaco me preguntó por lo acaecido y me confirmó que la reina estaba más que encantada con mi labor. Los escribas teníamos allí una muy buena reputación, ella quería que le aconsejara sobre lecturas y le recogiera los rollos que tomase prestados de las salas. Así, durante las semanas siguientes, me alejé del alquimista y me convertí en confidente y amigo de su majestad. Al parecer, sin el rey allí, necesitaba distraerse y dejar de preocuparse por el desenlace de la guerra que Ptolomeo llevaba a cabo contra el rey Seleuco.
Nuestras tertulias se convirtieron en diarias y no solo participaba yo, sino que compartíamos las veladas con los eruditos más sobresalientes de la academia, con la familia real y, como no, con Calímaco. Hablábamos de cualquier tema, de cualquier materia, de cualquier ciencia, incluso de alquimia, ya que al parecer todos conocían a Phineas y sus pesquisas, aun así, no conté más de lo estrictamente necesario, por nada del mundo iba a traicionar la confianza del químico. Fue en una de esas tardes en los jardines porticados de las dependencias reales cuando la reina nos hizo partícipes de una idea que le había surgido.
—He decido hacer una ofrenda a Afrodita, la diosa del amor, para que mi amado esposo regrese victorioso. La obsequiaré con mi cabello.
Todos los allí presentes se sorprendieron por tal arrebato, ya que la soberana era famosa por el amor que sentía por su cabellera y renunciar a semejante valor demostraba lo intranquila que se encontraba. Ofrecía lo que ella más adoraba para intentar salvar a su esposo.
—Es una ofrenda excesiva, majestad. Puede sacrificar alguna otra cosa, seguro la diosa lo acepta igual.
—Lo sé, Calímaco, pero creo que es mejor que sea algo que estime en demasía, algo que quiero por algo que quiero, es lo justo, igualar el valor de lo ofrecido con el premio.
—Es lo justo, por supuesto —afirmó el bibliotecario.
El resto de la velada se analizó la idea de justicia a todos los niveles de la sociedad y el saber.
Cuando anocheció decidí acercarme de nuevo al taller de Phineas. Para mi asombro el alquimista seguía imbuido en su horno. Hacía días que no le veía y estaba en la misma posición en la que lo dejé. «¡Ese hombre no descansaba!». Ni siquiera se percató de mi presencia y decidí no molestarle, dejé sobre su mesa algo de comida, de agua y me fui. Mientras me marchaba seguía escuchando sus divagaciones sobre los resultados de sus experimentos, nunca conocí a nadie tan obsesionado con su trabajo.

Días después, durante uno de mis paseos por la ciudad, me encontré con Calímaco. Yo no había asistido a la ofrenda de la reina y me explicó lo ocurrido en el templo de la diosa del amor, de cómo la soberana había realizado la promesa y de que, milagrosamente, había llegado ese mismo día un aviso a palacio de que el rey regresaba victorioso. Todo así de rápido: Ptolomeo III Evergetes regresó junto a su esposa y sus súbditos una semana después y el pelo de la reina fue cortado en una ceremonia sagrada y depositado en el templo de la diosa. Pero no todo fue alegría, ya que misteriosamente, la misma noche de la ofrenda, el cabello sagrado desapareció…

»—Creo que me estoy yendo por las ramas. Os resumiré lo que ocurrió como dato curioso. Todo esto os lo cuento para que apreciéis que mi relación con la reina era lo bastante cordial y profunda como para poder solicitarle ayuda cuando lo creí oportuno, pero eso ocurrió después. Todo a su tiempo. —Miré a Eric y a Elisa y me di cuenta de que tenía que continuar en lo que realmente era importante de la historia y el cabello de una reina no lo era.

»…Se acusó a un sacerdote de Serapis de ser el ladrón y se iniciaron las pesquisas para su captura, sin llegar a ponerse en marcha, ya que el reputado astrónomo Conón de Samos, que también acudía a nuestras reuniones con la reina, confirmó la aparición en el firmamento de una nueva constelación, llegando a la conclusión de que era el cabello de la soberana, robado por la propia diosa, para colocarlo en el cielo y el grupo de estrellas fue nombrado así: la cabellera de Berenice. Incluso el mismo Calímaco dedicó una elegía a ese hecho. Yo, sin embargo, veía más adecuada la versión de que el sacerdote de Serapis había llevado a cabo el robo por despecho a la ofrenda a una deidad griega y no egipcia, pero la versión de las estrellas aplacaba y otorgaba magia al acontecimiento. Los soberanos aceptaron las palabras del astrónomo con orgullo y el pueblo también.
Lo ocurrido, se convirtió en la comidilla de todo Egipto y mi nueva situación con la reina, me desvió por completo de Phineas y eso hizo que el alquimista me buscara de forma imprevista y de noche. Si yo no iba a él, él vendría a mí. Se coló en mi casa sin que yo me enterase.
—¡Adal!
Mi nombre se introdujo poco a poco en mi cabeza despejando mi mente hasta hacía unos segundos dormida. Volví a oír el eco de la voz llamándome y sentí un ligero zarandeo.
—¡Adal! ¡Adal! ¿Adal?...
Abrí los ojos y me encontré la cara de Phineas demasiado cerca de la mía, solté un grito y me incorporé de un salto.
—¿Qué haces aquí? Me has asustado.
—Lo siento. Ven.
—¿Ahora? Aún es noche cerrada.
—Es importante, ven.
Se mantenía pegado a mí, mientras me colocaba la ropa y la capa para salir, llevaba días sin verle y de repente…
Como había afirmado, las estrellas todavía brillaban en toda su potencia sobre nuestras cabezas, estaba demasiado oscuro para andar por las calles de la ciudad, ni siquiera las lámparas de aceite que colgaban en algunas de las fachadas daban suficiente luz. Nos dirigimos a su taller casi corriendo, a pesar de mi altura, me costaba seguirle y no solo al caminar, sino también a sus divagaciones sobre los experimentos, estaba tan alterado que llegué a pensar que o había conseguido algo importante o se había vuelto definitivamente loco. Al entrar allí me di cuenta de que todo estaba igual y mis conclusiones de que llevaba días sin salir de allí eran correctas; todo seguía revuelto y un olor intenso te invadía nada más dar el primer paso. Me condujo hasta la mesa cerca del horno, sus cachivaches se extendían en desorden sobre ella, incluso escasos restos de comida, ya mohosa, se repartían por varios lados. Yo sabía que últimamente estaba enfrascado de forma obsesiva en algo que él llamaba la esencia de su trabajo de alquimia, me mostró un cuenco con un líquido que a primera vista me pareció agua. Agitó el recipiente delante de mis ojos.
—¿Lo ves?
—¿El agua?
—No, la sustancia.
La acercó a mi rostro y la olí, carecía de olor, lo que me confirmó que podría ser agua, ya que debía tener algún tipo de aroma debido a las fases por las que pasaban esas sustancias.
—Parece agua.
—Llevo trabajando meses en esto, pero, por fin, en los últimos días lo he conseguido: es el elixir de la vida eterna; te he llamado para que seas testigo de su poder. Por ahora no escribiremos nada, primero hay que ver su eficacia.
Cogió una rata de una de las cajas del suelo y se dispuso a probar el brebaje en el animal. Era absurdo.
—¡¿Espera?! ¿De verdad quieres hacer inmortal a una rata? —Debía parar la pantomima, poner un poco de sentido común para hacerle entrar en razón.
—Es verdad. Pruébalo tú.
—¿Yo? —No era ese el giro que esperaba.
—Sí, tú no tendrás ningún problema por ser inmortal, ¿verdad?
—Y, ¿por qué no lo pruebas tú?
—Yo necesito observar y analizar. No tengas miedo, estoy convencido de su éxito. Deberías estar orgulloso de que haya pensado en ti.
—Primero has pensado en una rata…
—No importa, si no quieres, buscaré a otro… —Vi la desilusión en sus ojos, entonces era yo en quien más confiaba.
—¡No! Lo haré yo.
Sabía que un poco de líquido no me mataría, pero no lo que le haría a otra persona y no quería cargar con una posible muerte en mi conciencia. Cogí el recipiente, que él seguía sujetando a la altura de mi rostro, y me lo bebí, tampoco tenía sabor ni noté ninguna sensación, fue como beber agua.
A partir de ese momento Phineas se convirtió en mi sombra y constantemente me preguntaba por las sensaciones. Por supuesto, pospuse cualquier tertulia con la reina y tuve que solicitar unos días de descanso, ya que se convirtió en una inconveniencia tenerle conmigo cuando iba a la Biblioteca ante la mirada inquisitiva de los eruditos con los que trabajaba. Sin embargo, el problema real era que mi obligado observador no sabía que esperar ni que debía notar un consumidor del elixir de la vida eterna y cualquier gesto o expresión del cuerpo le parecía un síntoma; intenté hacerle entender que quizás se había equivocado, aunque, su euforia, hacía difícil que me entendiera.
—¿No ves que no ocurre nada?
—Quizás aún sea pronto o quizás… Debo probar otra cosa.
Estábamos en mi casa comiendo algo, era de noche y nos acercábamos al fuego para entrar en calor. Sin darme cuenta me agarró el brazo e introdujo mi mano izquierda en las llamas, no me dio tiempo a reaccionar, el olor a quemado impregnó el ambiente y noté la desagradable sensación de quemazón del fuego en mi piel, durante unos segundos, hasta que me deshice de su agarre, pero el aspecto de mi mano ya aparecía algo chamuscado. Le grité y le reproché su acción, le hice ver que ¡yo trabajada con las manos, por el amor de los dioses!, mostrándome ofendido y enfadado mientras rociaba mi mano en un ungüento especial que tenía a base de aceites naturales y la vendaba. No me escuchaba, a él solo le importaba el resultado, solo miraba fijamente mi mano. Le pedí que se marchara y por fin lo hizo, mi idea era perderle de vista varios días con la excusa de lo ocurrido, para evitar que viera que mi mano sanaba rápidamente, pero no funcionó. Al día siguiente se personó en la Biblioteca para buscarme y no pude evitar que viera la milagrosa curación de la piel que, por supuesto, achacó al elixir. En su mente obsesiva, me convertí en el primer hombre al que otorgaba la inmortalidad y la eterna juventud. Le supliqué que no hablara a nadie de mí y él aceptó mantener mi identidad en el anonimato, pero no pude impedir que proclamara a los cuatro vientos que había descubierto el brebaje divino. Exactamente no sabría decir cuánto tiempo transcurrió entre su salida a la luz pública y la llamada del rey, sin embargo, en ese espacio, mi relación con Phineas cambió y el soberano impidió cualquier relación entre el alquimista y las personas ajenas a sus intereses, hasta que el elixir estuviera bajo control real, se sobreprotegió el secreto. Pensé en hablar con la reina, aunque supuse que era mejor no involucrarme por el momento. Así, dejé de ser el escriba encargado de sus asuntos y volví a mis labores en la biblioteca. Aproveché para recuperar mi posición con Berenice por ver si me enteraba de lo que ocurría con Phineas, pero ni por esas. Sin embargo, de vez en cuando me llegaba algún mensaje escondido del alquimista informándome de los avances que se realizaban. Según me contaba, su idea era volver a producirlo y probarlo de nuevo en uno de los sobrinos del rey; ese aspecto me preocupaba, quizás debía decirle la verdad antes de que ocurriese algo, pero era prácticamente imposible llegar a él, el único consuelo que tenía era que el brebaje que me dio me pareció inofensivo, no sentí nada, ni siquiera una posibilidad de que fuera peligroso o mortal, mi cuerpo no había luchado para eliminarlo o hacerlo desparecer. Me equivoqué.

Desperté con el sonido de la lluvia torrencial en el techo de mi casa, era una mañana oscura y algo deprimente, presagio de lo que ocurría, «¿por qué siempre que debía ir a prisión llovía?». Las cosas se habían complicado y mucho. El brebaje de Phineas no afectó físicamente a nadie, pero si las comprobaciones. Me había preocupado por el método erróneo: fue el fuego el que acabó condenando al químico por traición e intento de asesinato a un miembro de la familia real. El mismo fuego que tanto necesitaba en sus experimentos, tan querido y valorado, ahora era el causante de su caída en desgracia.
Me dirigí, cubriéndome con la capa de lana, a la prisión real y allí, de nuevo entre pasillos de piedra húmeda, me condujeron a la celda en la que estaba Phineas. Lo encontré acurrucado en uno de los rincones sobre una especie de cama improvisada con una piel y cubierto por una manta de lana vieja, alzó la cabeza al escuchar el chirriar de la llave en la cerradura de la puerta de madera maciza y sonrió al reconocerme.
—Parece que no funciona, ¿por qué contigo lo hizo y con ellos no?
—Quizás equivocaste algún proceso.
—Llevo toda mi vida con esto, no es posible el fallo.
—¿Qué ocurrió?
—Les di a probar el elixir y esperé varios días como contigo, por si acaso había que dejarlo actuar, y transcurrido el tiempo los enfrenté al fuego, a los tres sobrinos del rey y observé impotente cómo el fuego iba consumiendo la piel de sus brazos mientras gritaban de dolor, pero era necesario pasar por eso. El problema fue que la herida no sanó, que al día siguiente la piel seguía quemada y con peligro de infectarse. Ni los ungüentos ni los jabones o medicinas han conseguido curarles y, mientras dos han sobrevivido solo con una horrible cicatriz, uno de ellos está grave. Si él muere…
—Lo he escuchado, serás acusado de traición y magnicidio. Pero…
—Morirá, su espíritu está contaminado por el fuego.
—Hay grandes médicos en la Academia, los mejores del mundo.
—No hay solución. Debido al secretismo, esperaron demasiado tiempo para sanarlo.
—¿Quieres que haga algo?
—Todos mis apuntes y mis experimentos están en el taller, sácalos, cópialos y déjalos en la Biblioteca para que estén al alcance de todos, no solo del rey y que mi experiencia, mi trabajo, les sirvan a otros.
—¿Incluso los escritos sobre el elixir?
—Sí, pero no los resultados. Que lo intenten sobre mis cenizas sin creer que lo conseguí, igual así, otros lo logran. Ahora vete, no es bueno que te vean conmigo.
Me despedí de él y juré hacer lo que me pedía y volver a verle cuanto antes. No le dije que mi siguiente paso iba a ser ir a ver a Berenice y pedirle por su vida, si había alguien capaz de conseguir salvarlo, era ella. Le expliqué mis dudas y mis preocupaciones y la reina me prometió que hablaría con el rey. Al cabo de dos días me mandó llamar, por fin me recibiría.
—No he podido hacer nada —me dijo sin ningún remordimiento.
—Es un hombre mayor, consumido por sus trabajos. Es inofensivo y nunca atentaría contra vosotros.
—Para mi esposo es un embaucador, que ha puesto en peligro a la familia. Una deshonra para la Academia. —Al fin y al cabo, para ella no era más que otro pobre químico más.
—Había confiado en que tal vez tú podrías haber hecho algo.
—Te juro que lo he intentado de mil maneras, pero es traición. Lo siento de verdad.
—Ya no importa.
Hice una reverencia y me marché del palacio. Me di cuenta de que fui un ingenuo. En realidad, para ellos, Phineas solo era un fracaso más y, esa vez, ningún astrónomo le salvaría inventando una nueva leyenda para una constelación. Lo único que podía hacer era realizar la labor que el alquimista me había pedido.
En su taller recogí los manuscritos y me dediqué a ordenarlos y transcribirlos, dentro de la Biblioteca ocuparían su morada definitiva y adquirirían nueva vida. En ellos se recogía, paso a paso, la transmutación de la sustancia y parte de la esencia de la alquimia, libros que servirían de germen para futuros científicos, pero no me mencionó, cumplió su palabra. Así como nunca se mencionó nada sobre los errores y los fallos, ni sobre su éxito. Entonces llegué a una encrucijada de sentimientos: le contaba lo de mi naturaleza o le dejaba creer que había conseguido el elixir…
El sobrino del rey murió días después y la condena de Phineas fue inmediata. Mi última visita hizo que me decantara por una decisión u otra. Estaba allí, como esperando, y me di cuenta de que en esos instantes de su vida, ante lo que se le venía encima, estaba solo y yo era la persona a la que más estimaba y, para mi sorpresa, se encontraba en un estado de ánimo apacible, había aceptado su suerte.
—Ya he llevado tus apuntes a la Biblioteca, los trabajaré allí.
Sentí que no quería hablar sobre su ejecución y mantuve el hilo sobre asuntos relacionados con su ciencia.
—Nunca te ha interesado realmente mis experimentos, ¿verdad? —me dijo.
—No.
Soltó una carcajada y los dos nos reímos.
—Ha debido costarte mucho trabajar conmigo.
—Al final, me acostumbré a tu horno.
—Toda mi vida trabajé solo, pensé que me resultaría difícil estar con alguien más, pero contigo me sentí cómodo. Quiero agradecerte que me respetaras y te involucrarás en mi mundo.
—Siempre me ha gustado conocer cosas nuevas.
—He estado pensando en los resultados del elixir. ¿Y si no todo el mundo puede alcanzar la inmortalidad? ¿Y si es realmente un brebaje divino y ese don, no se le concede a cualquiera? Igual los sobrinos del rey no eran dignos de él. El fallo no estaba en mi trabajo, estaba en ellos. Tú sí que eres digno de lograrlo y por eso funcionó en ti —no sabía qué contestar—. Me alegro de que seas el afortunado. Moriré sabiendo que tú no lo harás y sabiendo que fui yo el que lo consiguió, al final mi vida ha tenido una meta, un sentido, ¿qué más puedo pedir?
En ese momento decidí no hablarle de mi naturaleza, esa fue mi decisión. Preferí que muriera creyendo que había sido capaz de crear, a través de sustancias vulgares, un elixir divino que otorgaba la eterna juventud, la inmortalidad; que había sido capaz de dar al hombre la perfección a la que toda materia aspiraba, que había cumplido con las enseñanzas de Aristóteles y otros sabios a los que seguía y que, a diferencia de ellos, sus trabajos no eran meramente palabras e ideas, sino hechos. Murió feliz.

A partir del día en que Phineas murió, me dediqué a dejar en orden sus escritos y a nada más, no regresé a mis visitas culturales con la reina. Fue un amigo y, a su manera, también una especie de maestro, le juré hacer ese trabajo y hasta que no lo concluí no me decidí a viajar de nuevo. Transcurrido un tiempo prudencial, pedí involucrarme en unos de los viajes que se realizaban en la búsqueda de material para aumentar los fondos bibliotecarios, con suerte o no, según se miré, acabaría mis ficticios días en esas pesquisas y no volvería en mucho tiempo, más bien regresaría mi heredero y continuaría mi trabajo porque, aunque en esos momentos me apeteciera un cambio de aires, en un futuro deseaba regresar a la Biblioteca del mundo. ¿Estaría en las mismas condiciones en las que ahora la dejaba o los avatares del tiempo harían estragos en su funcionamiento o sus fondos, relegándola al olvido como a muchas otras antes que ella? Bibliotecas antiguas que, gracias a los descubrimientos actuales, muestran su esplendor al mundo moderno, incluso las que yo no llegué a conocer y que, al saber hoy día de ellas, me doy cuenta de que, a pesar de mis años de existencia, nunca podría decir que lo vi todo. Siempre me arrepentí de no haber estado en Nínive, en la gran biblioteca de Asurbanipal, la primera en este mundo y depositaria original de las tablillas del relato de Gilgamesh; o la biblioteca de Babilonia, tierra a la que no regresé hasta muchos siglos después de mi marcha de Eridú.
Pero el único lugar que me hizo sentirme protegido, igual que la Casa de la vida de Menfis, fue Alejandría y su biblioteca; por eso mi ausencia forzada solo sería temporal, regresaría con una nueva identidad, siempre ligado a lo que llevaba toda mi vida haciendo: los libros.

Y allí estaba yo, viendo la ciudad del gran faro alejarse de mi vista. De nuevo surcaba el Mediterráneo, nexo de unión de todas mis vidas. De nuevo perdido entre las salas de Pérgamo, copiando y enviando mi trabajo a Alejandría. Disponía de salvoconductos y permisos para cualquier trabajo o rincón en el que necesitara entrar y, la extensión de la cultura griega por todo el territorio, me permitía moverme con libertad total, aproveché para entrar en algunas de las bibliotecas de ciudades más pequeñas y en algunas que, como meteco hacía años, me fue imposible acceder y que ahora me abrían sus puertas y sus secretos. Me dediqué, no solo a copiar los grandes autores y filósofos, sino que llevé a cabo la transcripción de dramaturgos menores y recogí poesías y varios relatos de tradición popular, algo que normalmente nadie en mi condición valoraría, pero que acabó ocupando un lugar en la Biblioteca gracias a mi labor. Después supe que algunos de esos rollos se quemaron muchos años después, cuando Julio César, que defendía la causa de Cleopatra en la guerra civil con su hermano, lanzó teas incendiarias al puerto para evitar que el ejército enemigo se hiciera con sus barcos y así, quedaron consumidos por el fuego parte de los depósitos que la Biblioteca tenía en dicho puerto, por suerte, muchos otros estaban en el edificio principal y se salvaron.
Durante esos viajes, durante esos siglos, presencie el surgimiento de la que sería la nueva potencia del mundo conocido y todo lo que, hasta ese momento era expansión griega, pasó a convertirse en romana y su imperio ocupó y amplió su dominio sobre el territorio del Mare Nostrum, levantándose sobre las ruinas de la cultura griega de la que tomó gran parte de sus ideas. En esos años comprobé que, a pesar de ser griego, como escriba, mantenía una buena posición y, por primera vez en mi vida, me involucré en la guerra y acabé dentro de los grupos de historiadores y cronistas que participaban en las campañas del glorioso ejército romano. Llegué hasta La Galia siguiendo a Julio César y fui testigo directo de la redacción de Las conquistas de las Galias, pero nunca permanecía mucho tiempo cerca de la confrontación, al fin y al cabo y, a pesar de estar tan próximo a uno de los grandes estrategas del imperio, siempre lo vi como a cualquier otro hombre que conducía ejércitos por el honor y la gloria de su imperio, sin darse cuenta que, tanto ellos como los conquistados, eran iguales. Para mí, no tenía más valor un César que un pescador luchando por sobrevivir, lo único que los diferenciaba eran sus ansias de poder o de reconocimiento. Pero supongo que mi entender estaba sugestionado por milenios de ver siempre lo mismo y nunca lo comprendería; así, siempre fui un espectador, intentando pasar inadvertido.
Cuando César se convirtió en el gobernante único de la República, yo no estaba en Italia, como tampoco en Alejandría cuando situó la corona de Egipto en la cabeza de Cleopatra. Mis pasos tampoco me llevaron a Roma cuando fue asesinado en el senado ni estuve cerca de la guerra entre Octavio y Marco Antonio. Mis pasos me condujeron a Roma poco después, cuando Octavio Augusto era emperador y cierta paz se respiraba en el imperio. Tampoco puedo decir que estuviera durante mucho tiempo en la ciudad, pero sí el suficiente para conocerla, hasta que me decidí a regresar a Alejandría.

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