¡Qué os gusteeeee!
CAPÍTULO XIX
La biblioteca del
mundo…
»Alejandría,
el gran centro mundial del saber y la investigación, se abría al Mediterráneo
unida por un dique a la isla de Faro. La ciudad fue fundada por Alejandro
Magno, un discípulo de Aristóteles y amante de la sabiduría. Un guerrero poeta,
un hombre elevado por los egipcios a la categoría de faraón que dotó a la urbe
del germen de lo que sus sucesores, los Ptolomeos, convertirían en la Academia.
Los dos puertos, que albergaba la costa, recibían toda clase de mercancías,
traídas desde cualquier punto del mundo conocido. Era la cuidad más importante
del momento: su plaza central, su calle principal, sus basílicas, sus baños
públicos, sus gimnasios, sus mercados, sus templos. Griegos, judíos y egipcios
convivían en armonía en los diferentes barrios de la ciudad.
El gran complejo palaciego, el Bruchium,
albergaba el Museum y a su vez la Biblioteca, que contenían todo el saber de la
época. Allí, la dinastía reinante, había conseguido reunir a un innumerable
grupo de eruditos y sabios de todas las materias, apoyando la cultura por puro
placer de la cultura y, ese empeño altruista, llevó a la urbe a ser el objetivo
de cualquier interesado en el saber. Allí, esos sabios, vivían, recibían un
sueldo, estudiaban y aprendían de otros como ellos. Allí, la escuela, la
dialéctica, el discurso y la oratoria, la filosofía y todas las ciencias, se
elevaron a su máximo exponente.
Los sabios, los gramáticos y los médicos
se alojaban dentro de las dependencias del lugar y enseñaban a sus alumnos en
él, disfrutando de la universidad, el jardín botánico, el teatro, la colección
zoológica, el observatorio astronómico y la sala de conferencias y anatomía.
Cualquier cosa que su intelecto necesitara conocer estaba en ese recinto.
A diferencia de cuando estuve en Atenas,
mi destreza como escriba me abrió las puertas de la Biblioteca y empecé a
trabajar allí como ciudadano griego, usando mi nombre de antaño: Adal. Mi labor
era la de copista, un trabajo bastante demandado en aquel entonces, ya que una
orden real obligaba a confiscar, a los viajeros y visitantes, los manuscritos
que trajeran a la ciudad y no estuvieran dentro de sus fondos. Así, cuando los
grandes barcos arribaban al puerto, eran inspeccionados en busca de textos
inéditos que se llevaban a la Biblioteca para ser copiados y, acto seguido,
regresaban a sus dueños o bien los originales o bien las copias, que era lo más
normal. Así, la Biblioteca de Alejandría contaba con la mayor parte de las
obras del mundo antiguo. Como colofón, también se mantenía un gran mercado de
libros que incluía a los viajeros que traían textos de versiones propias sobre
obras antiguas, las donaciones de colecciones completas y las obras nuevas que,
algunos enviados del museum, traían de diversas partes de mundo. Los
manuscritos eran almacenados y utilizados como fuentes de investigación y
referencia; los libros más valiosos eran copiados por escribas locales e
intercambiados por otros de otros lugares y así, se consolidaron sus pautas
esenciales: conservación y difusión.
Al albergar grandes cantidades de rollos y
papiros, por primera vez en la historia se hizo necesaria su organización y su
catalogación. Las matemáticas, la medicina, la literatura, la filosofía, la
astronomía… todo tenía su lugar adecuado y su finalidad. Los volúmenes que se
hallaban allí, eran referenciados y colocados en filas de anaqueles que
llamábamos thaike, organizados por
temas y almacenados en fundas de cuero o lino, de manera que fuera fácil su
recuperación y búsqueda. Fue entonces cuando, Calímaco de Cirene, el
bibliotecario junto a Zenódoto de Éfeso, creó el primer catálogo de libros de
la historia. Fue entonces cómo, poco a poco, la biblioteca del complejo se
convirtió en el alma de la universidad y fue entonces cuando me convertí en
amanuense con capacidades de traductor.
Las copias a mano que realizábamos eran
muy estimadas por las correcciones y, el conocer varios idiomas, me ayudó a
consolidar mi posición. Entré como ayudante de un grupo de setenta judíos que
habían sido enviados por el sumo sacerdote de Jerusalem a la biblioteca, el rey
Ptolomeo II quiso traducir al griego la Biblia,
la llamada Septuaginta, germen del Antiguo Testamento actual, para acercar
la fe a los judíos de habla griega, dejando una copia del texto en la
biblioteca de Alejandría. La escuela judía que se formó en la ciudad estaba
influenciada por la filosofía platónica y no me costó trabajo integrarme en el
contexto del grupo. Disfrutaba transcribiendo la creación del hombre y la
historia de Adán y Eva, podéis imaginaros el motivo. Esa sensación mezcla de
satisfacción y curiosidad al contemplarme en la Biblia, siempre me acompañó, incluso años después, cuando me
relacioné con los seguidores de Carpócrates y su idea de la perfección de Adán
o cuando realizábamos beatos en los monasterios. Porque siempre fue así, mi
imagen y la de Eva, nunca apareció Lilith, nunca existió en la creación,
solamente fue nombrada levemente en la tradición hebrea, pero fue ella la que
siempre estuvo presente en la historia, no como Eva, sino con personalidad
propia y, como yo, con un nombre distinto en cada siglo. Fue un espíritu
malvado, fue sacerdotisa, fue hetaira y
musa de grandes artistas, fue la superviviente en un mundo en el que las normas
y las creencias las dictaban los hombres.
La traducción y creación del texto bíblico
ocupó cerca de un siglo, en el que muchos fueron los encargados del trabajo,
traduciendo primero la Torá, el Pentateuco y, poco a poco, el resto de
los escritos religiosos. Yo me encargaba de apoyar los trabajos de traducción
del arameo al griego, unos de los idiomas que había aprendido en mis viajes,
hasta que tuve que marcharme por mi condición y aproveché para dedicarme a la
búsqueda, en nombre de la Biblioteca, de manuscritos por el mundo conocido.
Los
días en la Biblioteca pasaban sin apenas notar el transcurso del tiempo que
marcaba un gran reloj de arena diario que adornaba la sala central con forma de tholos y con la parte superior
iluminada con luz natural. Había varios pisos y las salas de consulta y trabajo
estaban cubiertas por estanterías con forma de aspa llenas de rollos de papiro
y pergamino, correctamente organizados y catalogados. No podría describiros el
olor que allí se respiraba. Si habéis entrado en una biblioteca y sentido el
aroma a libro, a papel y cola; si os agrada ese olor, es mínimo comparado con
lo que se sentía dentro de esas salas. Yo, por mi parte, identificaba ese
perfume con la paz y el sosiego, solo otro aroma en el mundo conseguía ese
efecto en mí y era el de lilas de Lilith. Allí me encontraba a gusto y, en mis
ratos libres, allí leía y ojeaba cualquier documento, cualquier historia,
cualquier dato sobre épocas pasadas: mis otras vidas; cada nueva sala, cada
rincón era un descubrimiento entre miles de rollos. Acabé conociendo la
posición de cada rollo, de cada manuscrito y sabiéndolo todo sobre Platón y
Aristóteles, «¡si hubiera tenido esos conocimientos en los simposios de Friné!».
Así pasaba mi vida, alternando mi oficio con las clases de la escuela en las
grandes salas de conferencia adjuntas a las instalaciones, fascinado por los
nuevos descubrimientos de la astronomía y la historia, basados en la
observación y la lógica. Y, sin pretenderlo, vi el nacimiento de una nueva
ciencia: la alquimia, a pesar de que, ya en el Egipto en el que yo viví, la
magia y la medicina estaban al servicio de la religión: Thot, dios de la
alquimia, dios de todo lo esotérico y de los secretos de los dioses, que yo
conocí solamente como dios de los escribas y que con el paso del tiempo se
convirtió en todo lo demás. Ahora, en cambio, eran los eruditos los que dividían
la materia en tres partes: el mercurio que era el espíritu, el azufre que era
el alma y la sal que era el cuerpo. El control sobre el fuego aplicado a esos
elementos, era la base de esa misteriosa ciencia.
Otros buscaban conseguir la transmutación
de los minerales y la panacea que,
según ellos, curaría todas las enfermedades. Creían, bajo la influencia de
Aristóteles, que los cuatro elementos regían la vida y podían conformar un
quinto más poderoso, llegando a la piedra
filosofal o al agua de vida que
otorgaba la inmortalidad. No obstante, esa ciencia siempre se movió entre la
química real y la delgada línea de la leyenda, nunca conocí a nadie capaz de
convertir el plomo en oro o de conseguir el elixir de la eterna juventud.
Pronto adopté una rutina general y los
días en los que tenía tiempo libre en la Biblioteca, paseaba por la ciudad
dejándome llevar por mis pies, alejándome hasta el enorme faro que guiaba con
su luz a los barcos que arribaban al puerto llenos de mercancías y
conocimientos y que el primer Ptolomeo había mandado edificar en la isla
vecina, unida a la ciudad. O, a veces, me perdía entre la diversidad de
edificios que componían el complejo real, entre el ajetreo y gran cantidad de
transeúntes que caminaban a sus quehaceres a través de ellos, solo acompañados
por la brisa y la humedad que llegaba del mar. Había días en los que disfrutaba
de las fiestas en honor al dios Serapis, dios greco egipcio, protector de
Alejandría y las demás celebraciones de las deidades griegas. Había días en los
que mi trabajo me obligaba a pasar mucho tiempo enfrascado en labores de
escriba y me encontraba enfrentado directamente con las ideas alquímicas de los
sabios.
Fue así como uno de esos alquimistas
requirió los servicios de la biblioteca para transcribir sus experimentos y, de
nuevo, me vi haciendo de copista para una especie de visionario, aunque nunca
fue para mí como mi maestro Akil, más bien me dediqué a registrar lo que me
decía sin involucrarme demasiado.
Phineas, que así se llamaba el alquimista,
era un hombre que, sin parecer anciano, su cuerpo manifestaba las continuas
exposiciones a los elementos químicos y su túnica, manchada por mil sitios, no
ayudaba nada a su aspecto, en una época en la que tanto los químicos como los
filósofos o astrónomos vestían impecablemente, pero mi nuevo compañero estaba
tan abstraído en su mundo que no se percataba de su atuendo. Aun así, mostró un
carácter abierto y conversador y enseguida entablamos amistad, fue más fácil
trabajar de esa manera. Mientras me preguntaba por mi nombre, mi oficio dentro
de la biblioteca y mi descendencia griega, llegamos a su sala de pruebas, una
especie de laboratorio o taller casi sin ventilación, donde aislaba los
experimentos. Me ofreció asiento en un rincón de la mesa, cerca de una hoguera,
para hacer mi trabajo, aunque seguramente necesitaría seguirle por el recinto y
para eso contaba con mi tabla portátil de apoyo. El químico parecía feliz por
mi presencia allí, que se le hubiera permitido disponer de un escriba para sus
trabajos, significaba que, tanto el museum como el rey, tomaban en serio sus
artes.
Lo primero que hizo fue mostrarme el horno
alquímico.
—Lo más importante de todo es este horno,
lo llamamos Atanor y es el espacio
alquímico por excelencia. El fuego y su intensidad marcan la consecución
favorable de los trabajos. Cada elemento debe ser separado según su grado de
calor específico, es un arte adquirido con años de experiencia y que muy pocos
llegan a dominar a la perfección. Acércate.
Observé el horno. Era cuadrado de
alrededor de metro y medio
de
longitud por uno de anchura y medio de grosor; en el interior, un fuego
constante ardía rodeado de cazuelas de arcilla que hacían de recipientes para
los materiales utilizados en los estudios. En otras partes, pequeñas calderas
puestas en distintos fuegos calentaban también otros materiales que, según
afirmó, acabarían también en el horno a su debido tiempo. Me contó que todo su
conocimiento lo aplicaba a conseguir transmutar ciertos elementos y
convertirlos en uno nuevo, más noble, más puro.
—Aristóteles dice que todos los elementos
tienden a la perfección y no hay sustancia más perfecta que el oro. Por eso,
cualquier metal tenderá a convertirse en oro. Pero no es eso lo que me ocupa,
yo quiero ir más allá y aspiro a conseguir el elixir de la eternidad, el
constituyente que consiga acabar con las enfermedades y nos convierta en lo que
somos: criaturas divinas. Los cuatro elementos que componen el mundo nos
acercan a lo divino. El agua, la tierra, el fuego y el aire nos hacen lo que
somos y la pureza de ellos se recuperará con el elixir. Creo que estoy muy
cerca de conseguirlo, por eso pedí tu ayuda, me permite concentrarme más, sin
miedo a olvidar algo importante en el proceso.
Pasaron muchos días entre conversaciones,
opiniones y anotaciones sobre los elementos, las sustancias, los procesos… Debo
admitir que me fascinaba la creencia férrea que Phineas tenía en su ciencia y,
aunque nunca conseguiría convencerme de su éxito, no le hablé de mi naturaleza,
de mi experiencia, ni de mis siglos de historia. Me costaba mantenerme callado,
especialmente cuando creyó iniciarme en los misterios de un manuscrito griego,
copia de uno egipcio antiguo y que mostraba al hombre el poder de la alquimia
sagrada de la mano del primer alquimista: el dios Hermes Trimegisto. Yo sonreía
y tomaba notas de sus enseñanzas.
Durante todas esas semanas que me mantuve
a su lado, fui observando una obsesión cada vez mayor por concluir su trabajo y
no era raro verlo de acá para allá murmurando siempre lo mismo: estoy cerca o ya casi lo he conseguido; mis intentos porque descansara o comiera,
se vieron truncados por su errónea idea de que debía purificarse a través del
ayuno para poder finalizar. En esos momentos de manía ciega me alejaba de él y
me dirigía a la biblioteca a transcribir sus ideas y a descansar en otros
quehaceres. La traducción de la Biblia
proseguía de forma lenta, pero constante y apenas notaban mi ausencia, lo que
me permitía cierto reposo. Era entonces cuando meditaba sobre la transcendencia
de los experimentos de Phineas, sin llegar a imaginarme lo que en el futuro
significaría para otros químicos y la fiebre que despertaría la búsqueda de la
piedra filosofal o la transmutación de los elementos, la verdad era que nunca
di demasiada importancia a ese tipo de conocimientos muy poco probables de
demostrar. Pero con el paso de los siglos, esos misterios fueron calando y
atrayendo a algunos de los científicos y eruditos más importantes de la edad
moderna que tuvieron su incursión en la alquimia y las ciencias ocultas. Me
ocurrió con el libro de Thot y con la alquimia, lo reconozco, infravaloré y
subestimé su poder; para mí, nunca fue una ciencia de dioses o milagros, sino
que la parte importante era la aplicación práctica a la vida diaria: desde
simples fórmulas para conseguir cosméticos, una mejor aleación de metales,
nuevos yesos o morteros para la construcción, pez para los barcos o un tipo
primitivo de vidrio; hasta sustancias utilizadas por los médicos para tratar
enfermedades. Al fin y al cabo, lo único que yo veía en el horno de Phineas
eran los cambios que surgían al calentar varios elementos y la posición que
adquirían según su densidad. El oro, calentado hasta licuarse, envolvía a otros
metales menos nobles por el efecto del azufre, aumentando su peso por esos
metales, pero disminuyendo su calidad y pureza; no era transmutación como
Phineas y los demás creían. Yo transcribía esos procesos metalúrgicos con total
libertad, pero cuando se trataba de sus avances con los elixires, se volvía más
hermético. Al principio no le di mayor importancia, hasta que estuvo varios
días sin dar señales de vida y mis intentos por acceder a su taller resultaron
fallidos, dando como resultado que me pidiera que dejara de asistirle por un
tiempo.
Me encontraba, pues, en un descanso de mi
labor con el químico y aproveché para ponerme al día en la Biblioteca. Con las
llegadas en masa de manuscritos y rollos de gran parte del mundo, volví a mis
quehaceres en las salas de la Biblioteca y a ocuparme, gran parte de la
jornada, de la sección de manuscritos griegos. En las horas en las que
Calímaco, el bibliotecario jefe, se encargaba de la educación de la familia
real había más movimiento entre los que trabajábamos allí, ya que era necesario
cubrir su ausencia y, además, debíamos realizar los trabajos que nos pedía,
principalmente traducciones al griego de ciertos papiros que necesitaba para su
estudio en palacio. Era curioso cómo mi vida pasaba de trabajar con un químico
andrajoso a preparar los libros reales. Recuerdo que fue en uno de esos días
cuando conocí a la soberana de Alejandría.
Me hallaba terminando de colocar unos
libros en la zona dedicada a la medicina, cuando vi a una mujer que recorría
los pasillos. Berenice paseaba elevando su rostro hacía las partes más altas de
las estanterías, buscando algo. Era una mujer imponente y mantenía su magnífica
cabellera oscura trenzada. No puede evitarlo y me acerqué a ella, en esos
momentos me extrañó ver a una mujer en esas salas y no conocía su identidad.
—¿Puedo ayudaros?
Ella me miró, fijando sus ojos en mí,
evaluándome, dudaba si era el adecuado para atender su demanda, pero al final
se decidió, ya que después de recorrer la vista por la estancia se dio cuenta
de que no había nadie más.
—Busco unos manuscritos.
—Dígame cuáles son y se los localizaré.
—¿Trabajas aquí?
—Soy escriba, copista y traductor. Conozco
bien el lugar.
—Eres muy joven…
—No deje que eso la engañe. —Sonreí—. ¿Qué
busca exactamente?
—Tengo curiosidad por los escritos de un
sabio griego: Diógenes el Cínico. ¿Hay algo aquí?
—Todo lo que ha escrito o más bien
recogido. Acompáñeme. —Nos dirigimos a otra de las salas y subiéndome a las
escaleras extraje unos rollos y los apoyé en una de las mesas centrales—. Aquí
hay temas sobre sociedad y política, sobre filosofía e incluso algún poema. Por
supuesto, no son los originales, ya que el hombre escribía donde le apetecía.
La mayoría de las enseñanzas de ese filósofo del pueblo son críticas a todo lo
que nos rodea. Es una visión interesante de la vida la de ese hombre.
Había leído y escuchado sobre ese cínico,
ya cuando viví en Atenas hacía años, en una época distinta de mi vida.
—¿Es cierto que buscaba al hombre honesto
con un candil por las calles? —me preguntó.
—Sí. Aborrecía lo material y la riqueza.
Era un vagabundo que tenía en una tinaja su hogar y menospreciaba a la sociedad
materialista de la época. Según él, nada era necesario para vivir, ni siquiera
el amor.
—Un hombre curioso, me placería ojear los
rollos. Voy a llevarlos conmigo, los traeré en unos días.
—El préstamo de rollos no está dentro de
mis competencias, no debo…
—Tranquilo, tengo permiso de Calímaco.
Normalmente me trae él los libros, pero esta vez quise venir yo misma. Es más,
ya que conoces los que me llevo, ven tú a recogerlos a palacio.
—¿A palacio?
—Sí, anota estos rollos, soy la reina
Berenice.
Agarró los rollos de Diógenes y se marchó
sin decir más. Yo, por mi parte, me quedé contemplándola mientras se marchaba,
había estado tratando con la reina, con la dueña de todo lo que era la
Biblioteca y la Academia y que, como una más, había consultado y accedido al
saber allí reunido.
No pasó mucho tiempo hasta que Calímaco me
preguntó por lo acaecido y me confirmó que la reina estaba más que encantada
con mi labor. Los escribas teníamos allí una muy buena reputación, ella quería
que le aconsejara sobre lecturas y le recogiera los rollos que tomase prestados
de las salas. Así, durante las semanas siguientes, me alejé del alquimista y me
convertí en confidente y amigo de su majestad. Al parecer, sin el rey allí,
necesitaba distraerse y dejar de preocuparse por el desenlace de la guerra que
Ptolomeo llevaba a cabo contra el rey Seleuco.
Nuestras tertulias se convirtieron en
diarias y no solo participaba yo, sino que compartíamos las veladas con los
eruditos más sobresalientes de la academia, con la familia real y, como no, con
Calímaco. Hablábamos de cualquier tema, de cualquier materia, de cualquier
ciencia, incluso de alquimia, ya que al parecer todos conocían a Phineas y sus
pesquisas, aun así, no conté más de lo estrictamente necesario, por nada del
mundo iba a traicionar la confianza del químico. Fue en una de esas tardes en
los jardines porticados de las dependencias reales cuando la reina nos hizo
partícipes de una idea que le había surgido.
—He decido hacer una ofrenda a Afrodita,
la diosa del amor, para que mi amado esposo regrese victorioso. La obsequiaré
con mi cabello.
Todos los allí presentes se sorprendieron
por tal arrebato, ya que la soberana era famosa por el amor que sentía por su
cabellera y renunciar a semejante valor demostraba lo intranquila que se
encontraba. Ofrecía lo que ella más adoraba para intentar salvar a su esposo.
—Es una ofrenda excesiva, majestad. Puede
sacrificar alguna otra cosa, seguro la diosa lo acepta igual.
—Lo sé, Calímaco, pero creo que es mejor
que sea algo que estime en demasía, algo que quiero por algo que quiero, es lo
justo, igualar el valor de lo ofrecido con el premio.
—Es lo justo, por supuesto —afirmó el
bibliotecario.
El resto de la velada se analizó la idea
de justicia a todos los niveles de la sociedad y el saber.
Cuando anocheció decidí acercarme de nuevo
al taller de Phineas. Para mi asombro el alquimista seguía imbuido en su horno.
Hacía días que no le veía y estaba en la misma posición en la que lo dejé. «¡Ese
hombre no descansaba!». Ni siquiera se percató de mi presencia y decidí no
molestarle, dejé sobre su mesa algo de comida, de agua y me fui. Mientras me
marchaba seguía escuchando sus divagaciones sobre los resultados de sus
experimentos, nunca conocí a nadie tan obsesionado con su trabajo.
Días
después, durante uno de mis paseos por la ciudad, me encontré con Calímaco. Yo
no había asistido a la ofrenda de la reina y me explicó lo ocurrido en el
templo de la diosa del amor, de cómo la soberana había realizado la promesa y
de que, milagrosamente, había llegado ese mismo día un aviso a palacio de que
el rey regresaba victorioso. Todo así de rápido: Ptolomeo III Evergetes regresó
junto a su esposa y sus súbditos una semana después y el pelo de la reina fue
cortado en una ceremonia sagrada y depositado en el templo de la diosa. Pero no
todo fue alegría, ya que misteriosamente, la misma noche de la ofrenda, el
cabello sagrado desapareció…
»—Creo
que me estoy yendo por las ramas. Os resumiré lo que ocurrió como dato curioso.
Todo esto os lo cuento para que apreciéis que mi relación con la reina era lo
bastante cordial y profunda como para poder solicitarle ayuda cuando lo creí
oportuno, pero eso ocurrió después. Todo a su tiempo. —Miré a Eric y a Elisa y
me di cuenta de que tenía que continuar en lo que realmente era importante de
la historia y el cabello de una reina no lo era.
»…Se
acusó a un sacerdote de Serapis de ser el ladrón y se iniciaron las pesquisas
para su captura, sin llegar a ponerse en marcha, ya que el reputado astrónomo
Conón de Samos, que también acudía a nuestras reuniones con la reina, confirmó
la aparición en el firmamento de una nueva constelación, llegando a la
conclusión de que era el cabello de la soberana, robado por la propia diosa,
para colocarlo en el cielo y el grupo de estrellas fue nombrado así: la cabellera de Berenice. Incluso el
mismo Calímaco dedicó una elegía a ese hecho. Yo, sin embargo, veía más
adecuada la versión de que el sacerdote de Serapis había llevado a cabo el robo
por despecho a la ofrenda a una deidad griega y no egipcia, pero la versión de
las estrellas aplacaba y otorgaba magia al acontecimiento. Los soberanos aceptaron
las palabras del astrónomo con orgullo y el pueblo también.
Lo ocurrido, se convirtió en la comidilla
de todo Egipto y mi nueva situación con la reina, me desvió por completo de
Phineas y eso hizo que el alquimista me buscara de forma imprevista y de noche.
Si yo no iba a él, él vendría a mí. Se coló en mi casa sin que yo me enterase.
—¡Adal!
Mi nombre se introdujo poco a poco en mi
cabeza despejando mi mente hasta hacía unos segundos dormida. Volví a oír el
eco de la voz llamándome y sentí un ligero zarandeo.
—¡Adal! ¡Adal! ¿Adal?...
Abrí los ojos y me encontré la cara de
Phineas demasiado cerca de la mía, solté un grito y me incorporé de un salto.
—¿Qué haces aquí? Me has asustado.
—Lo siento. Ven.
—¿Ahora? Aún es noche cerrada.
—Es importante, ven.
Se mantenía pegado a mí, mientras me
colocaba la ropa y la capa para salir, llevaba días sin verle y de repente…
Como había afirmado, las estrellas todavía
brillaban en toda su potencia sobre nuestras cabezas, estaba demasiado oscuro
para andar por las calles de la ciudad, ni siquiera las lámparas de aceite que
colgaban en algunas de las fachadas daban suficiente luz. Nos dirigimos a su
taller casi corriendo, a pesar de mi altura, me costaba seguirle y no solo al
caminar, sino también a sus divagaciones sobre los experimentos, estaba tan
alterado que llegué a pensar que o había conseguido algo importante o se había
vuelto definitivamente loco. Al entrar allí me di cuenta de que todo estaba
igual y mis conclusiones de que llevaba días sin salir de allí eran correctas;
todo seguía revuelto y un olor intenso te invadía nada más dar el primer paso.
Me condujo hasta la mesa cerca del horno, sus cachivaches se extendían en
desorden sobre ella, incluso escasos restos de comida, ya mohosa, se repartían
por varios lados. Yo sabía que últimamente estaba enfrascado de forma obsesiva
en algo que él llamaba la esencia de su
trabajo de alquimia, me mostró un cuenco con un líquido que a primera vista
me pareció agua. Agitó el recipiente delante de mis ojos.
—¿Lo ves?
—¿El agua?
—No, la sustancia.
La acercó a mi rostro y la olí, carecía de
olor, lo que me confirmó que podría ser agua, ya que debía tener algún tipo de
aroma debido a las fases por las que pasaban esas sustancias.
—Parece agua.
—Llevo trabajando meses en esto, pero, por
fin, en los últimos días lo he conseguido: es el elixir de la vida eterna; te
he llamado para que seas testigo de su poder. Por ahora no escribiremos nada,
primero hay que ver su eficacia.
Cogió una rata de una de las cajas del
suelo y se dispuso a probar el brebaje en el animal. Era absurdo.
—¡¿Espera?! ¿De verdad quieres hacer
inmortal a una rata? —Debía parar la pantomima, poner un poco de sentido común
para hacerle entrar en razón.
—Es verdad. Pruébalo tú.
—¿Yo? —No era ese el giro que esperaba.
—Sí, tú no tendrás ningún problema por ser
inmortal, ¿verdad?
—Y, ¿por qué no lo pruebas tú?
—Yo necesito observar y analizar. No
tengas miedo, estoy convencido de su éxito. Deberías estar orgulloso de que
haya pensado en ti.
—Primero has pensado en una rata…
—No importa, si no quieres, buscaré a
otro… —Vi la desilusión en sus ojos, entonces era yo en quien más confiaba.
—¡No! Lo haré yo.
Sabía que un poco de líquido no me
mataría, pero no lo que le haría a otra persona y no quería cargar con una
posible muerte en mi conciencia. Cogí el recipiente, que él seguía sujetando a
la altura de mi rostro, y me lo bebí, tampoco tenía sabor ni noté ninguna
sensación, fue como beber agua.
A partir de ese momento Phineas se
convirtió en mi sombra y constantemente me preguntaba por las sensaciones. Por
supuesto, pospuse cualquier tertulia con la reina y tuve que solicitar unos
días de descanso, ya que se convirtió en una inconveniencia tenerle conmigo
cuando iba a la Biblioteca ante la mirada inquisitiva de los eruditos con los
que trabajaba. Sin embargo, el problema real era que mi obligado observador no
sabía que esperar ni que debía notar un consumidor del elixir de la vida eterna y cualquier gesto o expresión del cuerpo
le parecía un síntoma; intenté hacerle entender que quizás se había equivocado,
aunque, su euforia, hacía difícil que me entendiera.
—¿No ves que no ocurre nada?
—Quizás aún sea pronto o quizás… Debo
probar otra cosa.
Estábamos en mi casa comiendo algo, era de
noche y nos acercábamos al fuego para entrar en calor. Sin darme cuenta me
agarró el brazo e introdujo mi mano izquierda en las llamas, no me dio tiempo a
reaccionar, el olor a quemado impregnó el ambiente y noté la desagradable
sensación de quemazón del fuego en mi piel, durante unos segundos, hasta que me
deshice de su agarre, pero el aspecto de mi mano ya aparecía algo chamuscado.
Le grité y le reproché su acción, le hice ver que ¡yo trabajada con las manos, por el amor de los dioses!,
mostrándome ofendido y enfadado mientras rociaba mi mano en un ungüento
especial que tenía a base de aceites naturales y la vendaba. No me escuchaba, a
él solo le importaba el resultado, solo miraba fijamente mi mano. Le pedí que
se marchara y por fin lo hizo, mi idea era perderle de vista varios días con la
excusa de lo ocurrido, para evitar que viera que mi mano sanaba rápidamente,
pero no funcionó. Al día siguiente se personó en la Biblioteca para buscarme y
no pude evitar que viera la milagrosa
curación de la piel que, por supuesto, achacó al elixir. En su mente obsesiva,
me convertí en el primer hombre al que otorgaba la inmortalidad y la eterna
juventud. Le supliqué que no hablara a nadie de mí y él aceptó mantener mi
identidad en el anonimato, pero no pude impedir que proclamara a los cuatro
vientos que había descubierto el brebaje divino. Exactamente no sabría decir
cuánto tiempo transcurrió entre su salida a la luz pública y la llamada del
rey, sin embargo, en ese espacio, mi relación con Phineas cambió y el soberano
impidió cualquier relación entre el alquimista y las personas ajenas a sus
intereses, hasta que el elixir estuviera bajo control real, se sobreprotegió el
secreto. Pensé en hablar con la reina, aunque supuse que era mejor no
involucrarme por el momento. Así, dejé de ser el escriba encargado de sus
asuntos y volví a mis labores en la biblioteca. Aproveché para recuperar mi
posición con Berenice por ver si me enteraba de lo que ocurría con Phineas,
pero ni por esas. Sin embargo, de vez en cuando me llegaba algún mensaje
escondido del alquimista informándome de los avances que se realizaban. Según
me contaba, su idea era volver a producirlo y probarlo de nuevo en uno de los
sobrinos del rey; ese aspecto me preocupaba, quizás debía decirle la verdad
antes de que ocurriese algo, pero era prácticamente imposible llegar a él, el
único consuelo que tenía era que el brebaje que me dio me pareció inofensivo,
no sentí nada, ni siquiera una posibilidad de que fuera peligroso o mortal, mi
cuerpo no había luchado para eliminarlo o hacerlo desparecer. Me equivoqué.
Desperté
con el sonido de la lluvia torrencial en el techo de mi casa, era una mañana
oscura y algo deprimente, presagio de lo que ocurría, «¿por qué siempre que
debía ir a prisión llovía?». Las cosas se habían complicado y mucho. El brebaje
de Phineas no afectó físicamente a nadie, pero si las comprobaciones. Me había
preocupado por el método erróneo: fue el fuego el que acabó condenando al
químico por traición e intento de asesinato a un miembro de la familia real. El
mismo fuego que tanto necesitaba en sus experimentos, tan querido y valorado,
ahora era el causante de su caída en desgracia.
Me dirigí, cubriéndome con la capa de
lana, a la prisión real y allí, de nuevo entre pasillos de piedra húmeda, me
condujeron a la celda en la que estaba Phineas. Lo encontré acurrucado en uno
de los rincones sobre una especie de cama improvisada con una piel y cubierto
por una manta de lana vieja, alzó la cabeza al escuchar el chirriar de la llave
en la cerradura de la puerta de madera maciza y sonrió al reconocerme.
—Parece que no funciona, ¿por qué contigo
lo hizo y con ellos no?
—Quizás equivocaste algún proceso.
—Llevo toda mi vida con esto, no es
posible el fallo.
—¿Qué ocurrió?
—Les di a probar el elixir y esperé varios
días como contigo, por si acaso había que dejarlo actuar, y transcurrido el
tiempo los enfrenté al fuego, a los tres sobrinos del rey y observé impotente
cómo el fuego iba consumiendo la piel de sus brazos mientras gritaban de dolor,
pero era necesario pasar por eso. El problema fue que la herida no sanó, que al
día siguiente la piel seguía quemada y con peligro de infectarse. Ni los
ungüentos ni los jabones o medicinas han conseguido curarles y, mientras dos
han sobrevivido solo con una horrible cicatriz, uno de ellos está grave. Si él
muere…
—Lo he escuchado, serás acusado de
traición y magnicidio. Pero…
—Morirá, su espíritu está contaminado por
el fuego.
—Hay grandes médicos en la Academia, los
mejores del mundo.
—No hay solución. Debido al secretismo,
esperaron demasiado tiempo para sanarlo.
—¿Quieres que haga algo?
—Todos mis apuntes y mis experimentos
están en el taller, sácalos, cópialos y déjalos en la Biblioteca para que estén
al alcance de todos, no solo del rey y que mi experiencia, mi trabajo, les
sirvan a otros.
—¿Incluso los escritos sobre el elixir?
—Sí, pero no los resultados. Que lo
intenten sobre mis cenizas sin creer que lo conseguí, igual así, otros lo
logran. Ahora vete, no es bueno que te vean conmigo.
Me despedí de él y juré hacer lo que me
pedía y volver a verle cuanto antes. No le dije que mi siguiente paso iba a ser
ir a ver a Berenice y pedirle por su vida, si había alguien capaz de conseguir
salvarlo, era ella. Le expliqué mis dudas y mis preocupaciones y la reina me
prometió que hablaría con el rey. Al cabo de dos días me mandó llamar, por fin
me recibiría.
—No he podido hacer nada —me dijo sin
ningún remordimiento.
—Es un hombre mayor, consumido por sus
trabajos. Es inofensivo y nunca atentaría contra vosotros.
—Para mi esposo es un embaucador, que ha
puesto en peligro a la familia. Una deshonra para la Academia. —Al fin y al cabo,
para ella no era más que otro pobre químico más.
—Había confiado en que tal vez tú podrías
haber hecho algo.
—Te juro que lo he intentado de mil
maneras, pero es traición. Lo siento de verdad.
—Ya no importa.
Hice una reverencia y me marché del
palacio. Me di cuenta de que fui un ingenuo. En realidad, para ellos, Phineas
solo era un fracaso más y, esa vez, ningún astrónomo le salvaría inventando una
nueva leyenda para una constelación. Lo único que podía hacer era realizar la
labor que el alquimista me había pedido.
En su taller recogí los manuscritos y me
dediqué a ordenarlos y transcribirlos, dentro de la Biblioteca ocuparían su
morada definitiva y adquirirían nueva vida. En ellos se recogía, paso a paso,
la transmutación de la sustancia y parte de la esencia de la alquimia, libros
que servirían de germen para futuros científicos, pero no me mencionó, cumplió
su palabra. Así como nunca se mencionó nada sobre los errores y los fallos, ni
sobre su éxito. Entonces llegué a una encrucijada de sentimientos: le contaba
lo de mi naturaleza o le dejaba creer que había conseguido el elixir…
El sobrino del rey murió días después y la
condena de Phineas fue inmediata. Mi última visita hizo que me decantara por
una decisión u otra. Estaba allí, como esperando, y me di cuenta de que en esos
instantes de su vida, ante lo que se le venía encima, estaba solo y yo era la
persona a la que más estimaba y, para mi sorpresa, se encontraba en un estado
de ánimo apacible, había aceptado su suerte.
—Ya he llevado tus apuntes a la Biblioteca,
los trabajaré allí.
Sentí que no quería hablar sobre su
ejecución y mantuve el hilo sobre asuntos relacionados con su ciencia.
—Nunca te ha interesado realmente mis
experimentos, ¿verdad? —me dijo.
—No.
Soltó una carcajada y los dos nos reímos.
—Ha debido costarte mucho trabajar
conmigo.
—Al final, me acostumbré a tu horno.
—Toda mi vida trabajé solo, pensé que me
resultaría difícil estar con alguien más, pero contigo me sentí cómodo. Quiero
agradecerte que me respetaras y te involucrarás en mi mundo.
—Siempre me ha gustado conocer cosas
nuevas.
—He estado pensando en los resultados del
elixir. ¿Y si no todo el mundo puede alcanzar la inmortalidad? ¿Y si es
realmente un brebaje divino y ese don, no se le concede a cualquiera? Igual los
sobrinos del rey no eran dignos de él. El fallo no estaba en mi trabajo, estaba
en ellos. Tú sí que eres digno de lograrlo y por eso funcionó en ti —no sabía
qué contestar—. Me alegro de que seas el afortunado. Moriré sabiendo que tú no
lo harás y sabiendo que fui yo el que lo consiguió, al final mi vida ha tenido
una meta, un sentido, ¿qué más puedo pedir?
En ese momento decidí no hablarle de mi
naturaleza, esa fue mi decisión. Preferí que muriera creyendo que había sido
capaz de crear, a través de sustancias vulgares, un elixir divino que otorgaba
la eterna juventud, la inmortalidad; que había sido capaz de dar al hombre la
perfección a la que toda materia aspiraba, que había cumplido con las
enseñanzas de Aristóteles y otros sabios a los que seguía y que, a diferencia
de ellos, sus trabajos no eran meramente palabras e ideas, sino hechos. Murió
feliz.
A
partir del día en que Phineas murió, me dediqué a dejar en orden sus escritos y
a nada más, no regresé a mis visitas culturales con la reina. Fue un amigo y, a
su manera, también una especie de maestro, le juré hacer ese trabajo y hasta
que no lo concluí no me decidí a viajar de nuevo. Transcurrido un tiempo
prudencial, pedí involucrarme en unos de los viajes que se realizaban en la
búsqueda de material para aumentar los fondos bibliotecarios, con suerte o no,
según se miré, acabaría mis ficticios días en esas pesquisas y no volvería en
mucho tiempo, más bien regresaría mi
heredero y continuaría mi trabajo porque, aunque en esos momentos me
apeteciera un cambio de aires, en un futuro deseaba regresar a la Biblioteca
del mundo. ¿Estaría en las mismas condiciones en las que ahora la dejaba o los
avatares del tiempo harían estragos en su funcionamiento o sus fondos,
relegándola al olvido como a muchas otras antes que ella? Bibliotecas antiguas
que, gracias a los descubrimientos actuales, muestran su esplendor al mundo
moderno, incluso las que yo no llegué a conocer y que, al saber hoy día de
ellas, me doy cuenta de que, a pesar de mis años de existencia, nunca podría
decir que lo vi todo. Siempre me arrepentí de no haber estado en Nínive, en la
gran biblioteca de Asurbanipal, la primera en este mundo y depositaria original
de las tablillas del relato de Gilgamesh;
o la biblioteca de Babilonia, tierra a la que no regresé hasta muchos siglos
después de mi marcha de Eridú.
Pero el único lugar que me hizo sentirme
protegido, igual que la Casa de la vida de Menfis, fue Alejandría y su
biblioteca; por eso mi ausencia forzada solo sería temporal, regresaría con una
nueva identidad, siempre ligado a lo que llevaba toda mi vida haciendo: los
libros.
Y
allí estaba yo, viendo la ciudad del gran faro alejarse de mi vista. De nuevo
surcaba el Mediterráneo, nexo de unión de todas mis vidas. De nuevo perdido
entre las salas de Pérgamo, copiando y enviando mi trabajo a Alejandría.
Disponía de salvoconductos y permisos para cualquier trabajo o rincón en el que
necesitara entrar y, la extensión de la cultura griega por todo el territorio,
me permitía moverme con libertad total, aproveché para entrar en algunas de las
bibliotecas de ciudades más pequeñas y en algunas que, como meteco hacía años, me fue imposible
acceder y que ahora me abrían sus puertas y sus secretos. Me dediqué, no solo a
copiar los grandes autores y filósofos, sino que llevé a cabo la transcripción
de dramaturgos menores y recogí poesías y varios relatos de tradición popular,
algo que normalmente nadie en mi condición valoraría, pero que acabó ocupando
un lugar en la Biblioteca gracias a mi labor. Después supe que algunos de esos
rollos se quemaron muchos años después, cuando Julio César, que defendía la
causa de Cleopatra en la guerra civil con su hermano, lanzó teas incendiarias
al puerto para evitar que el ejército enemigo se hiciera con sus barcos y así,
quedaron consumidos por el fuego parte de los depósitos que la Biblioteca tenía
en dicho puerto, por suerte, muchos otros estaban en el edificio principal y se
salvaron.
Durante esos viajes, durante esos siglos,
presencie el surgimiento de la que sería la nueva potencia del mundo conocido y
todo lo que, hasta ese momento era expansión griega, pasó a convertirse en
romana y su imperio ocupó y amplió su dominio sobre el territorio del Mare Nostrum, levantándose sobre las
ruinas de la cultura griega de la que tomó gran parte de sus ideas. En esos
años comprobé que, a pesar de ser griego, como escriba, mantenía una buena
posición y, por primera vez en mi vida, me involucré en la guerra y acabé
dentro de los grupos de historiadores y cronistas que participaban en las
campañas del glorioso ejército romano. Llegué hasta La Galia siguiendo a Julio
César y fui testigo directo de la redacción de Las conquistas de las Galias, pero nunca permanecía mucho tiempo
cerca de la confrontación, al fin y al cabo y, a pesar de estar tan próximo a
uno de los grandes estrategas del imperio, siempre lo vi como a cualquier otro
hombre que conducía ejércitos por el honor y la gloria de su imperio, sin darse
cuenta que, tanto ellos como los conquistados, eran iguales. Para mí, no tenía
más valor un César que un pescador luchando por sobrevivir, lo único que los
diferenciaba eran sus ansias de poder o de reconocimiento. Pero supongo que mi
entender estaba sugestionado por milenios de ver siempre lo mismo y nunca lo
comprendería; así, siempre fui un espectador, intentando pasar inadvertido.
Cuando César se convirtió en el gobernante único de
la República, yo no estaba en Italia, como tampoco en Alejandría cuando situó
la corona de Egipto en la cabeza de Cleopatra. Mis pasos tampoco me llevaron a
Roma cuando fue asesinado en el senado ni estuve cerca de la guerra entre
Octavio y Marco Antonio. Mis pasos me condujeron a Roma poco después, cuando
Octavio Augusto era emperador y cierta paz se respiraba en el imperio. Tampoco
puedo decir que estuviera durante mucho tiempo en la ciudad, pero sí el
suficiente para conocerla, hasta que me decidí a regresar a Alejandría.
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